martes, 18 de julio de 2017

Cuento de invierno



El jardinero plantó  el  abeto frente al gran  portón de la masía  en el mes correcto  de  la estación más  propicia, y prometió a sus clientes, con gran convicción,  que a los pocos días enraizaría. Sin embargo,  pasados unas semanas, el vértice del árbol  empezó a mudar  el verde de sus minúsculas agujas  hacia un óxido herrumbroso y poco halagüeño. 

La verdad es que no había motivo alguno para  temer  tan nefasta eventualidad porque, tal y como había argumentado, las condiciones de luz eran inmejorables, el espacio amplio,  la tierra de la mejor calidad , y la orientación  hacia el este garantizaban un crecimiento rápido y exento de amenazas. No en vano, el árbol no era navideño y  provenía de las mejores plantaciones norteñas, una especie muy resistente a todo tipo de climas.

A pesar de todo, sin que nadie pudiese establecer nunca las causas objetivas, semana a semana la savia del joven abeto poco a poco se solidificaba. Fueron inútiles los más sofisticados tratamientos fitosanitarios, los mejores y más caros sustratos y varias  fumigaciones bajo la luz de la luna llena. De manera que, día a día, el árbol  iba adquiriendo progresivamente  y sin remedio, la forma de un equilátero de cobre, porque la totalidad de  las agujas verdes se  transformaron en pequeñas puntas oxidadas que, asombrosamente, no caían a la tierra. Permanecían sujetas a las ramas, hecho que en un principio  llamó  la atención a  los habitantes de la masía, ya que, ante la evolución de los acontecimientos, todos esperaban, más pronto que tarde,  encontrarse con  la imagen esquelética del árbol desnudo, desplegando sus ramas convertidas en alambres  enmohecidos. 

Llegó de nuevo diciembre. Ya fuese por atender a los animales, ya por las labores del campo, ya por cualquier otra  prioridad, la cosa es que el joven abeto fue  languideciendo  durante el resto del año frente al portón  de la masía, ante la indiferencia de todos. Nadie reparaba ya en su presencia porque la extrañeza diaria de su frondosidad cobriza se había  trocado en costumbre. 

Una mañana, pocos días antes de las fiestas navideñas, el masover  fumaba  abstraído, sentado en el poyete de piedra junto a la puerta. Observaba, embabiado, cada  una de las bocanadas de humo espeso que exhalaba. Cuando el cigarrillo ya casi se había consumido y cargaba sus dedos para lanzar la colilla, advirtió de repente la presencia del árbol, como si lo hubiese descubierto de nuevo, como si nunca lo hubiese visto. Dio unos pasos al frente, se plantó frente a él y, después de unos segundo cavilando, entró  en casa. 

Al poco, salió de nuevo provisto  con un bote. Se deshizo de la tapa, lo agitó enérgicamente  y, con gran esmero,  empezó a rociar el abeto de un polvo blanco que  cubría  todas y cada una de las ramas, hasta revestir  por completo su  óxido perenne. Fue minucioso, no dejó parte alguna sin pulverizar. Incluso el tronco  travistió su tono grisáceo en albino  polar.

Agotado el disfusor, el masover se apartó unos pasos, encendió de nuevo  un pitillo y se dispuso a  fumar satisfecho mientras contemplaba el resultado de su obra. Finalmente, entre ufano  y desinteresado, frunció los labios esbozando un  gesto fugaz que  daba  por buena su iniciativa,  sin otorgarle más importancia que la que le damos a una ocurrencia. 

Años después, el joven abeto permanece en el mismo lugar donde lo plantó el jardinero. Cualquiera que pase cerca de la masía lo puede ver. Luce  el mismo  tamaño;  conserva,  bajo la capa de polvo blanco, el mismo color  rojizo del cobre,   y no ha perdido ni una sola de sus agujas.  Al verlo, nadie  diría que es un árbol muerto.

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