lunes, 6 de marzo de 2017

Los pasos perdidos de Castrillo de la Reina (1)


Luis me enseñó a construir cabañas en el campo con ramas de roble, hojas de estepa y cajas de cartón.

Luis me enseñó a saltar los muros de los huertos, a  trepar  a las moreras y encontrar las moras más oscuras, a saltar las pasarelas de piedras sobre el río, a pescar cangrejos con retel y horquilla, a descender  las laderas más deslizantes  sin caerme, a distinguir el significado de  los toques de las campanas, y la llamada  que hacía el boyero desde el alto de la Muela cada tarde, para llevar  el ganado de todos los vecinos al arroyo o a los allagares.

Luis me enseñó los primeros nidos que yo vi, nidos de aguiluchos, de tordos o de cárabos. Con Luis aprendía a atar bien la goma con cordel  en los extremos de la horquilla del tirabiques;  a resistir sin lágrimas el amargor  de las guindillas de casa Marcelina;  a jugar al primi en el viejo  frontón inverso de la torre  de la iglesia; un juego que convocaba a toda la chiquillada y en el  que no tenía rival, porque  desde bien jovencito fue un extraordinario pelotari…

Con Luis aprendí  los atajos y los  rincones más recónditos del pueblo donde pasé los mejores momentos de mi infancia y de mi adolescencia. Con él  corrí  y salté  mil veces  entre las peñas y  las viejas callejuelas sin pavimentar, y aprendí  a conocer y disfrutar todo lo que ofrecía Castrillo de la Reina  a un niño  criado en una ciudad del cinturón  industrial  barcelonés, que al volver de las vacaciones podía presumir ante sus compañeros de haber visto cosas y vivido experiencias que ni siquiera podían llegar a imaginar.

Hace unos meses le vi. Fue por puro azar, tomando un vino donde Raquel. Nos dimos un largo abrazo, nos miramos un instante las arrugas de los ojos  y nos citamos al día siguiente. Iríamos a pasar la mañana a Covarrubias, un hermoso pueblo medieval de la comarca del Arlanza,  cuna de la vieja Castilla, ubicado a unos 30 km de Castrillo.

Durante el trayecto hablamos animadamente. Ya en ese momento  tuve la sensación  de que  era imposible, de que  no podía ser verdad que hubiesen  pasado cerca de treinta años sin vernos, porque  las palabras surgían  sin freno, entre carcajadas y exclamaciones y, de algún modo, pese al discurrir de los años, quienes estaban conversando en el coche eran aquellos dos críos que fumaron a escondidas sus primeros cigarrillos al abrigo de una cabaña silvestre.

Recorrimos tranquilamente las calles de Covarrubias  y  finalmente nos sentamos en la terraza de un bar. Parecía que éramos conscientes de que, posiblemente, tardaríamos otros tantos años en volver a vernos, de modo que  hablábamos atropelladamente, interrumpiéndonos constantemente, porque no queríamos dejarnos nada en el tintero. Pretendíamos contarnos toda nuestra vida en un par de horas y también nuestras perspectivas  de futuro, nuestro pensamiento a cerca del mundo, de la vida, de todo lo que nos rodea.  Pero si de algo hablamos fue de historia. Porque  a  Luis la historia le fascina. De hecho él es historiador, aunque  se gane la vida de otro modo.

En nuestra  conversación  en realidad se daban dos diálogos o dos historias en paralelo. Una de ellas era muda, expresada en cada uno de los gestos, en cada carcajada, en cada mirada, en el  movimiento vehemente   de nuestros brazos y de nuestras manos que se agitaban acompañando las palabras. Ese  diálogo silencioso era el de los recuerdos, el de la evocación de nuestras  andanzas y complicidades. No era necesario explicarnos lo que ya habíamos  vivido. Era como si  cada una de las arrugas abiertas hacia las sienes fuese más esclarecedora  de nuestra historia  en Castrillo que todos los verbos del diccionario.  Sin decirnos nada  se extendían  un  puñado de  recuerdos que, de algún modo, nos permitían reconocernos en pantalón corto, con las rodillas sucias o heridas, trepando árboles o  golpeando la pelota fabricada a base  de trapos y cantos rodados sobre las piedras de la pared del frontón  con nuestras manos de niños.

La otra historia era la nuestra, la de cada cual, la que ignorábamos el uno del otro; una insalvable angostura de treinta años entre nuestras vidas en la que todo nos era desconocido y a la que,  entre las calles milenarias y las piedras medievales de Covarrubias, dedicamos prácticamente toda la mañana.

En esa tesitura, batallita va, batallita viene,  no tardó en confluir una tercera historia. Luis había escrito un libro. Había invertido más de treinta años de su vida en recopilar documentos dormidos en  el sueño de los archivos para hilar pacientemente,  con mano disciplinada de  historiador riguroso, la historia de su pueblo, la historia de Castrillo de la Reina durante la Edad Moderna.

Luis, además, durante ese  tiempo, se había casado, había formado una familia, había  ganado una dura oposición, había reconstruido una vieja casa de piedra con sus propias manos y, además, había sido capaz de rescatar del olvido el relato minucioso y pormenorizado  de la vida de un pueblecito burgalés ubicado en las estribaciones orientales  de la fría y hermosa Sierra de la Demanda. Admirable.

Me explicó que días antes de nuestro encuentro había enviado al editor las galeradas y que esa misma noche se había despertado sobresaltado a causa de una página que, sin saber cómo ni de qué manera,  le vino a la mente,  en la que recordó la existencia de una errata que ya no le dejó dormir y que le sumió en una gran preocupación, porque las máquinas ya habían empezado a imprimir.

Le pedí  algún avance, que me adelantase algún detalle,  y no le costó mucho esfuerzo, porque estaba realmente ilusionado. “¡Es que los veo, los veo…! Quiero que me entiendas bien. No me los imagino. Los puedo ver vestidos tal y como vestían entonces, trabajando afanados en el campo, acarreando enseres, caminando leguas y leguas en la oscuridad del monte, orando temerosos ante el altar, luchando por su libertad, agonizando, bautizando a sus hijos, amándose, bebiendo en la taberna, sufriendo en la cárcel… ¡Gracias a todos esos  cientos de legajos antiguos  que he recopilado los puedo ver igual que te veo a ti ahora…! Me decía, apasionado.

Luis presentó el libro a sus paisanos  el pasado diciembre en el salón del Ayuntamiento. Desde entonces, he ido leyendo página a página, en la calma de las noches de invierno. Su historia de Castrillo de la Reina en la edad moderna, publicada por la editorial Dos Soles, no es un libro fácil de leer, porque mi amigo Luis no ha hecho ninguna concesión al estilo. Todo lo contrario. Ha redactado las vicisitudes de su pueblo durante más de tres siglos  al más puro estilo académico, cosa  que, por otro lado, le confiere y reafirma su voluntad de rigor histórico,   aderezada de la proverbial sobriedad castellana.

Y es que en “Castrillo de la Reina en la edad moderna” de Luis Miguel González González  uno puede encontrar decenas y decenas de datos de geografía humana acompañados con sus correspondientes comentarios. Demografía, natalicios, muertes; bautismos, comuniones y matrimonios;  datos económicos tales como la progresión de las cosechas, el índice de precios, los arrendamientos, las propiedades de las tierras o del ganado, la titularidad de los edificios, la facturación y la propiedad  de los molinos… Una labor minuciosa y necesaria en un libro como el que Luis pretendía escribir,  gracias a la cual el lector  puede hacerse una idea clara y objetiva , extrayendo  su propias conclusiones,  al respecto de la realidad social y económica del pueblo  durante el periodo que va desde el descubrimiento de América hasta, casi, la revolución francesa.

El trabajo de Luis nos permite, por ejemplo, llegar a conocer con gran lujo de detalles el inventario de propiedades de Joseph de Langa, uno de los párrocos que más y mejor exprimió a los pobres parroquianos castrillenses durante la segunda mitad del siglo XVIII, pues a la vista de la relación de bienes que revela  el autor, de Langa acopió una auténtica fortuna, por la gracia de Dios.  

2 comentarios:

Belén dijo...

"Behetria de mar a mar": behetría que libremente podía elegir señor sin sujeción a linaje determinado, por haber sido extranjeros sus conquistadores y haberse luego ausentado de los reinos de la península ibérica.

Dice en una de sus acepciones el diccionario; lo tuve que buscar porque enseguida de empezar a leer el libro de Luis surge el concepto y no sabía que significaba. Tras descubrirlo, me quedo patidifusa, porque no pude evitar sentir que parte de las mentalidades de estos nuestros ancestros quiza derivaran de algo así... incluso hasta yo siendo "mestiza" me siento identificada con la "no sujeción a linajes determinados"...

Me emociona lo que dices de Luis, porque aunque yo no he jugado a la pelota con él, ni he cazado pájaros, ni... si he compartido y seguiré compartiendo en breve (yo sí lo tengo claro) miles de ratos y momentos memorables... porque Luis además de amar la historia y a su familia y a sus amigos, ama la vida, y yo... le amor por todo eso.

Un beso.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

A mí me ocurrió mismo. Lo primero que tuve que hacer al empezar el libro fue esa palabra, cuyo significado, clave para entender algunos de los sucesos que vivió el pueblo durante esos tres o cuatro siglos, no se me va olvidar en la vida.

A Luis no es difícil quererle, y tampoco admirarle. ¡Qué tío! ¡Cuánto nos tiene que dar todavía! Le emplacé para que acopiase coraje y acometiese la historia contemporánea, pero... Y le entiendo

Besazos, Belén. Muchos de esos momentos con Luis son compartidos

¡Salud!