lunes, 27 de abril de 2015

Salmones en el ombligo


Este cuento  ha sido publicado en el número 40 de la revista Panenka .Me lo encargó un buen amigo durante un reencuentro, amenizado con priorato a granel, después de casi 30 años sin vernos. Él es uno de los cinco locos que fundaron esta revista, con la que se han propuesto escribir sobre fútbol desde ángulos mucho más sugerentes que los que nos ofrecen los periódicos de siempre. La ilustración es la que publica Panenka, y es obra de Adrià Fruitós.

Nacemos amnésicos. Dicen que así debe ser, que la naturaleza nos otorga el bien del olvido porque, de lo contrario, no podríamos vivir con el recuerdo del profundo dolor que produce  abandonar un mundo amniótico, libre de ruidos, inclemencias y penas; libre de la responsabilidad,  del pensamiento y de la supervivencia,  y, sobre todo, libre de los demás.
Arrojado, sacudido por el temblor de la contracción del cuerpo que durante meses  nos ha acogido en paz, aspiramos por primeva vez la mezcla extraña de gases que compone el aire y emitimos nuestra primera  queja, la vindicación y la súplica de la vuelta atrás suspendidos boca abajo, sujetos como una liebre desnucada en las manos enguantadas de alguien  que nos agrede  para que nuestro grito no se ahogue entre las sangres y los fluidos placenteros que ahora, en la tierra, taponan la nariz y la boca. De manera que, en aras de una hipotética armonía universal, la mente se ocupa de borrar la experiencia de nuestro nacimiento.
Por lo que me han dicho, yo nací en casa. Era el tiempo de los pantanos  y de los salmones mansos. Me expulsaron al mundo en una habitación de la segunda vivienda donde se establecieron mis padres después de mudarse de la primera, en la que se instalaron al llegar desde un lugar lejano, un lugar hambriento donde a ellos les tocó nacer. Anudó mi ombligo una vieja comadrona experimentada, esa trampa de piel que camufla entre arrugas el portal hacia nuestro origen, el acceso al lugar donde probablemente habita la memoria de mi parto.
Parece ser que nací extraordinariamente feo. Tuvieron que azotarme fuerte, como a casi todos,  para que emitiese mi primer sonido, un largo quejido que no se materializó en llanto, ni siquiera en berrido. Pareció más el ronquido de una alimaña enferma, y no lo digo porque lo recuerde. De hecho, ni siquiera  me lo han dicho.
El primer recuerdo que soy capaz de evocar es el suelo de aquella casa. Estaba alicatado a base de  baldosas decoradas con formas geométricas y motivos florales de colores terrosos, pero muy  vivos. Formaban un mosaico muy sugerente. Yo gateaba sobre las líneas y sobre los ángulos a lo largo del pasillo, e intentaba arrancar las flores grabadas, pero únicamente conseguía  herirme, ya que las baldosas se movían formando desniveles en sus bordes, contra los que rozaba la piel de mis rodillas. Por eso mamá optó por protegérmelas con un par de rodilleras caseras, confeccionadas a partir de pequeños pedazos de trapo y borra, sujetos a las corvas con tiras de esparadrapo. Papá y mamá siempre lo arreglaban todo con esparadrapo.
Mis  gateos sobre aquella hermosa geometría floral han abierto, de repente, un espacio  que  permanecía cerrado; un lugar que hacía mucho, mucho tiempo, no recordaba. Las rodilleras o las heridas deben ser la causa. La cosa es que había olvidado por completo que yo nací a cincuenta metros de un campo de fútbol. La bendita casa de mi nacimiento  se ubica en la misma calle de la puerta trasera del viejo campo de fútbol de mi ciudad.  Según me decían, cuando nací el campo todavía tenía hierba, y gradas de hormigón, y mástiles en los que ondeaban  banderas con escudos  los domingos por la tarde, y megafonía, y bar al aire libre sin mesas, una larga barra de madera al cobijo de  una marquesina de uralita donde se servían carajillos, cigarrillos, puros, brandi Veterano y pipas para los niños y las esposas.
Excepto el césped, conocía muy bien todos los demás elementos aunque, en realidad, el campo no era tal, porque se trataba de un terregal polvoriento, delimitado con cal y salpicado de brotes de mala hierba que tiznaban de verdín los ángulos de los corners,  sobre el que rodaba rápido como una piedra  el balón  doloroso, tan hinchado y de cuero tan desgastado que golpearlo con el pie era parecido a golpear con la mano una pelota vasca. O al menos así me lo parecía, porque, ahora que recuerdo,  iba a ver los entrenamientos a menudo y era habitual que algún balón saliese  fuera del terreno de juego.  Tenía que correr más que otros niños  para poder  devolvérselo a los futbolistas pateándolo con todas mis fuerzas, con el estilo de Reina -el portero de moda- y a pesar del dolor que me infringía en el pie al propinar la patada, hacía lo posible por ocupar un lugar estratégico desde donde poder atrapar los chutes desviados.
Durante los descansos nos permitían ocupar el campo e improvisábamos un masivo atacaygol. Un día intenté cabecear un centro; lo hice tan mal que, en lugar de golpear plenamente el balón, solamente lo rocé y causó en mi frente el efecto de un cuchillo. Me inyectaron la vacuna antitetánica y me aplicaron un punto de sutura. Poco después descubrí el baloncesto, murió Franco y los comunistas derruyeron el campo de fútbol para construir en su lugar un colegio. A partir de aquí mis recuerdos son diáfanos, a veces entrañables y en ocasiones, ausentes de dolor. 

viernes, 17 de abril de 2015

Elegía



Para Carmen, César y el pequeño Jon, que me acompañaron
Para MªJesús y Víctor que se quedaron en casa cocinando pastelitos de naranja y chocolate
Para Leonor y Consuelo, que compartieron conmigo el calor del fuego de la gloria


Buscaba la gran sabina fosilizada. También trilobites, estromatolitos, eucariotas y procariotas. No sabía lo que eran, y tampoco cómo se llamaban, pero cuando dije que saldría en busca del gran árbol de piedra me dibujaron sus formas y me escribieron sus nombres. 

Tardé en llegar al yacimiento unas dos horas. El paseo fue legendario. Creo que lo recordaré mientras viva. Solamente se oían mis pasos sobre el sendero  que cruzaba un inmenso campo verde, humedecido todavía por las últimas nieves ya derretidas.  Era de  una infinidad tan imponente que  cuando perdimos el pueblo de vista me detuve y grité con todas mis fuerzas, para que mi voz humana se expendiese hasta las mismas laderas de la sierra azulada, todavía coronada de blanco.

A medida que avanzaba iba dejando atrás árboles que viven en soledad,  separados los unos de los otros  como si hubiesen tenido la voluntad de crecer y vivir así, igual que ermitaños en medio de la vasta pradera. A veces me demoraba y hacía una alto en el camino, porque amo los árboles  sin hojas, sobre todo si son como los que me encontraba, antiguos, inmemoriales,  germinados muchísimos años  antes a mi concepción,  mostrando toda la hermosura de su larga vida en sus ramas vacías, en la belleza  irregular de sus formas que parecen querer imitar seres extraños aún por descubrir. 

El cielo era primaveral, empedrado por nubes voluminosas, redondas y hermosas, blancas y grises, igual que las que dibujábamos cuando éramos  niños. El sol lucía y desaparecía al capricho de ellas y a veces caían algunas gotas, pero esos conatos de lluvia nunca llegaban a materializarse. Cuando parecía que quería arreciar, me detenía y, entonces, en medio del silencio del viento frío de la sierra, podía escuchar nítidamente cada  gota caer sobre el camino, sobre la hierba y sobre alguna peña que salpicaba el campo infinito. 

Finalmente llegué al destino. Efectivamente, allí yacía el gran árbol de piedra, tendido en el fondo de un leve foso, prisionero de los siglos y de  una cárcel fabricada por los hombres a base de barrotes oxidados de encofrado que al mismo tiempo sostenían un tejado metálico. Como la luz llegaba hasta el árbol a través de las barras, su líneas se dibujaban a lo largo de todo el tronco y  conferían al fósil gigante  el aspecto de un reo. De hecho, para poder verlo bien había que aplastar el rostro contra los hierros, de manera que, a pesar de que me encontraba en medio de un gran espacio libre, en realidad  parecía que yo era el preso.

Allí estuve unos minutos, observando aquel gigante del tiempo. Circundé la jaula unas cuantas veces, me senté a contemplar, y a pensar, y entonces me acometió un vértigo extraño, la sensación vívida de un caída hacia el vacío ignoto de  lo antaño, hacia el lugar y la edad de donde todos surgimos, el espacio perdido de nuestra filiación colectiva, el punto de encuentro donde comparten barro  el origen y el fin.

Una leve racha de viento ahuyentó mi ensoñación y entonces recordé mi segunda misión. Si no quería que me sorprendiese la noche, inmediatamente tenía que empezar a buscar  pequeños fósiles.  Próximo a la fosa donde descansa el árbol, fluye un hilo de agua, un pequeño arroyuelo de aguas limpias y frías. Los expertos aconsejan escrutar en las orillas, porque parece ser que es el lugar donde en mayor número se encuentran.

Saltaba de un lado a otro del arroyo, siempre mirando hacia abajo, discriminando piedras, desencajándolas del suelo y limpiando la parte inferior de  insectos que viven en ellas, eliminando el barro y  la humedad del tiempo. Una tras otra las lanzaba al agua, interrumpiendo y modificando su curso, disfrutando del sonido del chapoteo al caer. A veces creía haber logrado algún hallazgo, pero no era más que una confusión, pura especulación de formas, la ilusa alegría del explorador bisoño al confundir pequeñas marcas en las rocas y en las piedras, que no eran más que cicatrices de la erosión con vocación frustrada de espiral o de espiga,  de la vida extinta de pequeños artrópodos prehistóricos que probablemente merodearían las oquedades del árbol cuando todavía regalaba sombras sobre los pastos.

Las nubes empezaban a convertirse en una amenaza. Poco a poco se unían y se compactaban en grandes masas  grises y negras.  El sol declinaba y el cielo se oscurecía, de modo que decidí volver. Desandando el camino tuve que abrigarme porque el viento soplaba del Norte; un viento frío procedente del pulmón helado de la sierra que estaba dejando a mi espalda y que de algún modo me custodiaba, me vigilaba o quién sabe si me  empujaba hacia el lugar de los hombres, donde hay casas, calles  y luces; donde el fuego calienta  los hogares y el humo del roble  brota de las chimeneas.

En un par de horas, cuando ya caía la noche, divisé los primeros tejados y la ermita sobre la colina, y pude escuchar el eco de las campanas de la torre tocando a vísperas. Fue entonces cuando reparé que al día siguiente, en el mediodía del domingo,  le daríamos descanso; que reposaría para siempre en el lugar donde le gustaba estar, junto a las gentes con las que reía, y que de algún modo compartiría la misma tierra bajo el mismo cielo de abril que el árbol de piedra, en la libertad de mis recuerdos, donde no hay cárceles en las que proteger a la muerte.

martes, 14 de abril de 2015

14 de abril

Posiblemente se trate de una sensación mía, quizá muy particular, pero recordar a todos aquellos que lucharon y murieron por la democracia, por el futuro de sus hijos en un país nuevo, libre  y próspero, creo que me hace mejor persona.

¡Viva la República!

jueves, 9 de abril de 2015

La navaja


Fue en Septiembre. El periodista y yo nos explicábamos una cuantas banalidades sobre el calor de Agosto, las vacaciones y el fastidio de la vuelta al trabajo. Me dijo que era autónomo,  y que cobraba por pieza. Había vuelto antes que nadie  para adelantarse a otros compañeros  y poder atrapar así los primeros temas. Sin embargo, pasada la primera quincena, se arrepintió, porque la ciudad seguía  semidesierta y la realidad continuaba ausente. 

Menos mal que  a pocas manzanas de allí -me decía-, a la salida del único bar de la noche,  en la madrugada de ayer dos tipos discutieron. Uno de ellos tiró de navaja y  dejó al otro tendido en la cera, sobre un mortal charco de sangre. 

Esa navaja me  salva el mes- recuerdo que me dijo.