jueves, 22 de octubre de 2015

Úteros de piedra (2)


Viene de aquí


El David causó un gran revuelo artístico, político, social y por supuesto religioso. No dejó indiferente a nadie. Durante la mañana del día 14 de Mayo de 1504 una cuadrilla de albañiles derribó parte del muro de la entrada de la Ópera del Duomo para que esa misma tarde, ya casi de anochecida, el héroe pudiese salir del lugar donde Miguel Ángel había estado gestándolo. Según explica Martin Gayford en su apasionante biografía del artista florentino, la escultura  tardó en recorrer cuatro días el trayecto  desde el Duomo hasta la misma puerta del Palazzo Vechio (unos centenares de metros). Se instaló allí definitivamente la mañana del día 18 de mayo, donde permaneció durante los años más convulsos del Renacimiento europeo, ejerciendo inopinadamente de testigo y víctima de la violencia, la codicia y la corrupción de los hombres. 

El David llegó transportado sobre  un ingenioso artilugio mecánico, obra del mismo Miguel Ángel,  y no resulta demasiado difícil  imaginar a las gentes  saliendo de  casa  a su encuentro para poder  admirar al gigantesco héroe  nacido de la piedra; para retener en su memoria  el paseo triunfante por las calles de  Florencia, quizá algo temerosos ante la dimensión gigantesca; seguramente asombrados ante el misterioso advenimiento  de una criatura que había estado latiendo dentro de una roca de  mármol desde el inicio de los tiempos; conmovidos al descubrir y contemplar en movimiento -como si desfilase vivo ante ellos- la figura gigantesca y armoniosa de un héroe bíblico que nació en Florencia para explicarle al mundo el poder de su ciudad frente a sus enemigos, y  prueba definitiva  de la  capacidad creativa humana  en la obra de arte más extraordinaria que se  había esculpido. 

Pero el genio prácticamente no había hecho nada más que empezar. Miguel Ángel, gracias a la Pietá de San Pedro del Vaticano y al David,  obtuvo respeto, admiración,  y celebridad. Por eso, a partir de entonces, cargó sobre su espalda la penitencia del éxito, porque cualquier proyecto en el que se embarcase debería superar  en maestría y resultados su última creación. 

Un año después de terminar El David  se dispuso a proyectar una tumba por encargo del mismísimo Papa Julio II, el criminal de guerra  que le confiaría también  la decoración de la bóveda de la Capilla Sixtina. Para cuando Miguel Ángel finalizó la tumba, no quedarían de su santidad más que las tibias cruzadas bajo su cráneo tonsurado, puesto que no la dio por concluía hasta 40 años después, poco antes de la muerte del artista, constituyéndose así en una de la obras de arte más accidentadas de la historia. 

En el proyecto inicial de la tumba, Miguel Ángel había planeado instalar dos esclavos que esculpió en unos pocos años, el llamado esclavo rebelde y el esclavo moribundo. Sin embargo, finalmente fueron desechadas. Una vez finalizadas, el autor se las regaló a un banquero y acabaron un siglo más tarde en Francia, en manos del Cardenal Richelieu.

Pasados los años el escultor volvió a la misma  idea. Este es un hecho extraño  en el quehacer de Miguel Ángel, pues odiaba a los artistas que repetían temas en su obra. Su capacidad imaginativa era desbordante. Constantemente bocetaba, dibujaba e  ideaba nuevas obras alrededor de asuntos inéditos. Sin embargo, el esclavo como motivo alegórico o simbólico seguía vivo en su cabeza, de manera que, finalmente, destinó cuatro grandes bloques de mármol para extraer de ellos las figuras de otros cuatro cautivos.  Según dicen los críticos que se atañen estrictamente a  la versión oficial,  simbolizaban las cuatro artes liberales, encadenadas eternamente  y huérfanas a causa del fallecimiento del Papa. O  ese fue al menos el argumento que el escultor le vendió a los sucesores de su mecenas, con quienes adquirió el compromiso de seguir con el proyecto una vez muerto Julio II.

Y es que el precio a pagar por  la tarea encomendada  bien valía la adulación póstuma. Sin embargo, la muerte de tan eminente cliente, la convulsión política de los tiempos y otras prioridades en la trayectoria artística de Miguel Ángel libraron a los cuatro esclavos de la penosa tarea de custodiar a  Giulano della Rovere, alias Julio II, desprovisto para siempre de su espada en los avernos del infierno. 

No soy el único que está convencido de que  Miguel Ángel nunca pensó realmente en adjudicar a sus criaturas encadenadas ese papel. Demasiado simple  y notarial para su personalidad y para su concepción del arte; incluso  resultaría hipócrita, sobre todo porque el genio florentino conocía perfectamente a su cliente, un analfabeto funcional que se pavoneaba de serlo;  y porque el aspecto de  los seres que tenía en mente -que ya latían  en las vísceras de  alguna roca- de ningún modo podrían alegorizar a las cuatro artes, por muy huérfanas de padre que se hubiesen quedado. 

De hecho, Miguel Ángel, en una sugerente casualidad artístico-biológica, permaneció casi nueve meses  en las canteras de Carrara con el fin de escoger los mejores bloques de mármol y asegurarse así de que la idea que se había engendrado en su mente podría fecundar el útero fértil de la piedra.

Esos cuatro esclavos pretendidamente inacabados  están expuestos actualmente  en la Galería de la  Academia de Florencia. Uno se los encuentra nada más acceder a su interior. Están dispuestos a un lado y otro del amplio pasillo que culmina en El David. Parecen  querer escoltar al visitante en el camino hacia él. Sin embargo, a pesar de la proximidad, de sus dimensiones, y de la ausencia de barreras para observarlos tan cerca como se  quiera, muy pocos reparan atención a ellos  más de unos pocos segundos, quizá porque ante ellos, el visitante sabe que se halla frente algo  más que una estatua inacabada; porque ante los cuatro esclavos de Miguel Ángel, el hombre se enfrenta a un espejo;  a su origen, a su propia alma y a su destino. El hombre se enfrenta a la liberación de su Yo, a la frustración que supone la  impotencia de  no poder romper las cadenas que le atan a su condición. Por eso  creo que  los cuatro esclavos de Miguel Ángel  se  anticipan en casi trescientos años al hombre  romántico, al hombre en lucha con la naturaleza, en réplica y protesta constante  contra un dios que le niega el acceso a  la sabiduría para aprehender el mundo material y el mundo espiritual, que le niega  las herramientas para liberarse de sí mismo.


Continuará

5 comentarios:

Carlos dijo...

Veo que hasta hemos compatido lecturas para acercarnos a la belleza, pero tu escrito (como el anterior)es el mejor homenaje que se le puede hacer desde el presente a un ser atormentado cuya pasión ha transcendido los siglos.Desde luego era un ser espoleado por el sufrimiento, inagotable y convencido de su genialidad.
Saludos Hablador.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Extraordinaria la biografía de Gayford ¿verdad?. No podía ser de otra manera. Acercarse a Miguel Ángel es quemarse con el fuego y salir de la hoguera revivido.
Creo que la tragedia que este hombre arrastró dentro de sí durante toda su vida consistió en que percibió como nadie la disociación irreversible entre el ideal (ético, moral, político, religioso, artístico)y la realidad, y sobre todo la impotencia de constatar que el ser humano ni siquiera era capaz de acercarse mínimamente a ese ideal. Todo esto propició una gran soledad, que solamente se atenuó en los últimos años de su vida, cuando conoció a Vittoria Colona y sus compañeros espiritualistas, con los cuales podía compartir de una manera sincera su inquietud vital.
En fin, amigo Carlos, una lectura que recordaré mientras viva
(Nunca, después o durante la lectura de un libro, había sentido tanta necesidad de escribir)

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Carlos, disculpa, me fui del comentario a la americana, sin despedirme
¡salud!

ESTER dijo...

El 18 de mayo de 1504 dices que el David se plantó al mundo. Curiosamente, el 18 de mayo de 464 años después fui yo la que me planté en el mundo. Me ha hecho gracia...

Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

¡Vaya! ¡Qué casualidad!