martes, 15 de septiembre de 2015

Llorar en Florencia



A Carmen, con quien viví la experiencia de la belleza, y tantas otras cosas...

Lloré como un chiquillo en Florencia. No era el llanto de Stendhal. Era el llanto de un niño que había penetrado en mi cuerpo; el llanto incontenible sobre el hombro de mi amor a quien pedía que me abrazase,  a quien rogaba consuelo, sin ser capaz de explicarle el motivo de mi repentina tristeza. 

Fue justo frente a Santa María di Fiore, bajo la negra estatua de Brunelleschi, quien parece  mirar hacia su cúpula con cierta admiración ajena, como si el éxtasis de los siglos ante el resultado de su obra no fuese realmente producto de su genio. 

Era el tercer día en la ciudad. Habíamos estado recorriendo todos los rincones, desde los jardines de Boboli más allá del puente Vechio, hasta el Duomo; desde a Santa Croce hasta Santa María Novella. Durante el paseo, salpicado por una fina lluvia,  hablábamos de las grandes obras que habíamos tenido la oportunidad de disfrutar; de los grandes hombres que allí vivieron; del privilegio que suponía colocar un pie tras otro sobre el mismo suelo que ellos recorrían a diario, mientras pensaban ensimismados en cómo esculpir una mirada, en cómo colocar un andamio, en las proporciones de una mano, o en cómo alumbrar una criatura viva desde el alma fría de un bloque de mármol. 

Sin embargo, a pesar de su historia y de lo que contiene; a pesar del aliento de audacia, sensibilidad y talento con que se reviste su atmósfera,  Florencia no hace honor a su nombre. Florencia no es como suena. Florencia es leve, líquida, primaveral. Florencia es musical y llana; Florencia se dice sin esfuerzo. Florencia desvanece su diptongo en una caricia silábica, sin vehemencia, en un sutil suspiro vocal. Florencia es el cabello dorado que agita el Céfiro de Botticelli. Florencia es la delicadeza de una palabra que contiene en su alma la esencia de la porción más delicada y frágil de la belleza.

Pero, efectivamente, Florencia deshonra el sonido de su nombre. Florencia es una ciudad de paredes oscuras. Florencia es una ciudad lítica. Florencia es piedra sobre piedra argamasada con autoridad gracias a  la fuerza y al poder del dinero. Florencia es antigua, redundante y perseverante ostentación financiera. Florencia es poderío, reflejado en el tamaño de cada uno de los sillares pardos dispuestos matemáticamente, según el gusto renacentista,  en cubos perfectos, configurando un entramado de calles antipáticas y plomizas que constituyen una de las grandes paradojas urbanas de Occidente, porque son esas mismas calles, flanqueadas por murallas militares más que por fachadas, las  que nos conducen al interior de esos horrorosos palacios donde respiran eternamente criaturas perfectas, armónicas,  concebidas para redimir las conciencias y sublimar el sueño de la bondad y del talento del hombre, engendradas gracias al dinero de quienes construían sus búnqueres para habitarlas y contemplarlas. 

De todo esto hablábamos mi amor y yo, caminando ya un tanto cansados, bajo la lluvia suave de un atardecer florentino mientras llegábamos de nuevo, una vez más, a Santa María di Fiore, hacia donde todos los caminos parecen llevar. Una vez más, saludamos a Brunelleschi, paseamos alrededor del baptisterio y contemplamos con admiración renovada el campanario de Giotto. Mientras observábamos hipnotizados la torre blanca esmeralda, surgió desde un rincón de aquel espacio mágico el sonido  de un acordeón. No sabíamos de donde provenía, y tampoco nos importó demasiado,  porque estábamos tan concentrados en aprisionar en  nuestra memoria la gracia y el esplendor de la obra de Giotto, que aquella música era para nosotros como un añadido ambiental, el envoltorio sonoro perfecto para poder abstraernos y sentirnos solos entre la gente que transitaba por la plaza del Duomo ante la inteligencia y la sensibilidad de la que es capaz el ser humano.

Después de unos minutos, posé mi mano sobre el hombro de mi amor, nos miramos un segundo y sin decir nada, dimos por finalizada nuestra presencia en aquel lugar. Fue entonces cuando toda nuestra atención se concentró en la música del acordeón, que ahora sonaba como una llamada, una convocatoria, una voz que nos emplazaba a dedicarle unos minutos de  nuestro interés. Eran una melodía triste, cargada de melancolía, colmada de una amargura desconsolada interpretada por un hombre alto, extremadamente delgado, que nos miraba fijamente desde el hueco de sus ojos hundidos con cierta complacencia apesadumbrada y que extendía y aprisionaba el fuelle a través de un movimiento rítmico, aprendido una y mil veces, ejecutado con  delicada exquisitez, casi diría que con cierto sentido del respeto, como si  el tema que brotaba del instrumento contuviese algún tipo de oración, o quizás de recuerdo.

Me acerqué a él, dejé unas monedas dentro de su sombrero y  cerró  los ojos a modo de agradecimiento. Entonces, todo el quebranto, toda aquella melancolía  afligida que se elevaba a través del aire del tiempo gracias a las notas del acordeón se apoderó de mí y, antes de que nos hubiésemos alejado unos pocos metros, me asaltó un aluvión de lágrimas que intenté detener.

Sin embargo,  a pesar de toda la voluntad que empeñé en no estropear aquel atardecer inolvidable por culpa del gimoteo de una pesadumbre inexplicable, mis esfuerzos fueron  en vano y tuve que detenerme, abrazarla, y romper a llorar como un chiquillo. No era el llanto de Stendhal, era el llanto de un niño que había penetrado en mi cuerpo; un llanto incontenible sobre el hombro de mi amor a quien suplicaba consuelo, sin que todavía hoy haya sido capaz de explicarle el motivo de aquella imborrable y repentina tristeza.

5 comentarios:

ESTER dijo...

Sin palabras. Precioso...

Ester

Carlos dijo...

Hermosas palabras. Es evidente que te dejaste llevar por ese maravilloso entorno sin llegar a emular a Sthendal. Te dire que este año estuve también disfrutando un par de semanas de Florencia y sus alrededores toscanos. Mi mujer me dijo que los 5 días que pasé en Florencia me veía con cara de felicidad que supongo que es algo cercano a ese manido síndrome.
Un abrazo.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Un abrazo Ester

Carlos, qué bueno. Me hace gracia pensar que quizá nos cruzamos en algún momento, o ambos guardamos cola muy cerca, o comimos en mesas contiguas.

La verdad es que contemplar un día tras otro tantas maravillas y deambular por donde vivieron su días cotidianos tantos grandes genios de la historia que cambiaron el destino del mundo con su talento no deja indiferente ni a las decenas de miles de chinos que alborotaban sin ningún tipo de recato allá donde uno fuese ;)

¡Salud, Carlos!

Babe dijo...

¡Qué bonito texto, rezuma sensibilidad, gracia y belleza!
Quizás el conjunto de Florencia, el amor y la trashumancia vacacional hicieron brotar sentimientos escondidos.
Un abrazo, :)

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

La música, Florencia, la tarde, la lluvia... ¡qué sé yo!
El acordeonista interpretaba el tema central de "la lista de Schindler"
Me alegro mucho que te haya gustado, Babe. Eres muy amable
¡Salud!