martes, 30 de junio de 2015

Grecia y la belleza



Me debato entre dos temas. Grecia o la belleza. Quizá no se trate de una disyuntiva.  Quizá la frase contenga tanta pugnas como redundancias,  incluso si cargamos el peso de sus significados en el drama.


Por eso, probablemente, sería mejor escribir Grecia y la belleza, y evocar nuestra cuna en nuestra historia; observar asombrados, a pesar de la ruina, y del paso del tiempo- o precisamente gracias a la ruina y al paso del tiempo-  nuestra propio nacimiento en el mármol y la piedra orgullosa, erguida todavía hoy, y también mañana, cuando parece que todo se derrumba.


Porque  la caída es solamente aparente. Destruida y vencida, en la caída  muere la iniquidad; el pueblo se redime, recupera la soberanía, toma las riendas de su historia y la gente vuelve a ser dueña de su destino.


Caerá el malvado, el poderoso, el artífice de toda esta patraña de mundo que ya no volverá a ser el mismo, porque nuevamente  será  en Grecia donde surgirá la medida humana, la verdadera dimensión de nuestras vidas, establecida a través del canon de un nuevo Policleto  social que esculpa el renacimiento de  la existencia de los hombres y de las mujeres en la Tierra, en armonía con su entorno y con sus semejantes.


Grecia y la belleza, Grecia y el porvenir.

martes, 23 de junio de 2015

El significado de educar



Hoy tengo un invitado de honor. Se llama Manuel Guzmán y es maestro. El azar -siempre el azar- ha dispuesto que el mismo día que había decidido destinarle  mi entrada semanal, el periodista Jordi Évole recordaba en su columna de “El Periódico” la frase que Duran i Lleida  soltó hace algún tiempo en Catalunya Ràdio con su habitual tono elegante y exquisito “Yo no puedo dedicarme a la enseñanza porque los profesores cobran muy poco. ¿De qué viviría? 

Manuel Guzmán es un ser excepcional, dotado de una extraña habilidad para hacer bien todo lo que se propone,  con una inagotable  capacidad de  trabajo, insaquible al desaliento y una pasión por la enseñanza y la educación que le ha llevado a formarse más allà de los requirimientos al uso, invirtiendo para ello el tiempo y el dinero que no tiene. Manuel Guzmán basa todo su ejercicio docente en la  innovación. Es un espíritu inquieto que siempre  rastrea nuevas vías, nuevos métodos, que abre nuevos caminos  para  hacer crecer a sus alumnos y proporcionales herramientas con las que ellos mismos  puedan crear el conocimiento y con las que asumir  los valores para construir  una sociedad mejor. 

Decía Julio Anguita que la escuela nunca ha cambiado el mundo y que el mundo tiene la escuela que él quiere. La frase tiene miga, primero porque quien la dice es maestro, pero sobre todo porque contradice el lugar común por el cual damos por hecho que la educación es transformadora de la sociedad por si misma. Sin embargo, sin maestros como Manuel Guzmán, o sin una apuesta social y política  clara por un sistema que forme profesionales de su talla, dificilmente se puede transformar sociedad alguna a través de la educación. A  tipus como Duran i Lleida, y a quienes representa,  la escuela  que tenemos ya les va bien. 

Porque el poder transformador de vocaciones tan potentes como la de Manuel Guzmán es muy limitado. Se reduce a su aula.  Él dice que el país está repleto de maestros que  no desfallecen jamás y que no se conforman con el eterno abc , los socorridos libros de texto o las pizarras seculares. Sin embargo, a pesar de todo, el cuerpo docente del país se forma en las facultades a las que se accede con las notas de corte más bajas de todo el mapa universitario... 

Y así podríamos estar elucubrando durante horas al respecto de un tema  estratégico para cualquier sociedad con ambiciones de modenidad, justícia y progreso, pero hacia el que la política y los ciudadanos no mostramos más atención que la que genera la molèstia de tener que ir a ver al colegio a ver al  maestro porque  le tiene manía a mi hijo. 

Ya me callo. De hecho quien tenía que hablar en esta entrada es Manuel Guzmán. A continuación, me permito copiar integramente la última entrada de su blog Ped@ç. Se titula “Epílogo de un sueño”. Yo me he emocionado leyéndola. También és emotivo el vídeo, y muy ilustrativa  la segunda diapositiva,  cuyo contenido  refleja por sí mismo el significado que tiene para este maestro el verbo educar.
 (La foto es de Manuel Guzmán, al fondo, junto a su alumnos de este curso)


Epílogo de un sueño
Cierro un ciclo profesional- y creo que vital, tengo indicios- y un buen puñado de cosas arderán en las hogueras solsticiales de estos días. Y lo primero que quiero poner a quemar son los rencores y las muchas llagas emocionales que produce la profesión docente. Reconozco que ambas cosas, tan lacerantes de la psique humana, constituyen uno de mis motores de empuje. Ese dolor del alma me aguijonea y espolea hacia la superación, hacia la creación. Es mi manera de discutir: canalizar mis energías a demostrar que algo es posible y que yo lo voy a mostrar aunque acabe enfermo. Es algo que padecemos en mi familia y en mí es un estigma.  

Lo que pase de ahora en adelante, en un nuevo centro educativo diametralmente opuesto y diferente a nivel pedagógico al que dejo (diferencias sobre papel y apariencia) no me da miedo. He cumplido mi sueño educativo.

He podido diseñar una propuesta pedagógica y aplicarla con muchísimo éxito en el aula, con resultados excepcionales tal como demuestran las evaluaciones de aula, las pruebas internas de centro y las inevitables pruebas diagnósticas del Departament.

He podido demostrar que los libros de texto son inútiles, que se aprende mucho más haciendo matemáticas y lenguas prácticas, llenas de retos atractivos y contenidos significativos elaborados por los propios alumnos.

He podido demostrar que un grupo de alumnos puede desarrollar una propia cultura democrática sin normas explícitas impuestas ni castigos. El diálogo es la vía.

He podido demostrar que una alumna diagnosticada con TDAH, dopada de metilfedinato, limitada con un P.I y con la autoestima por los suelos (su deseo de navidad fue "ser normal") podía dejar de tomar las pastillas (propuse a la familia que quería ver a la alumna "al natural", con las consecuentes críticas de otros docentes). Mediante los entornos digitales, pedagogías vivas,  aprendizajes significativos y grandes dosis de desenfado, informalidad y amor, esta persona ha podido experimentar una curva de aprendizaje literalmente increíble, ganando en confianza y autoestima, comprensión lectora, lectura y expresión oral y escrita, descubriendo su pasión informática hasta el punto de convertirse en mentora y asesora digital de sus compañeros (ha llegado a enseñarme trucos de edición digital y configuración en las plataformas digitales trabajadas, amén de saber gestionar la información y hacer uso  avanzado de los periféricos como el escáner). Es uno de mis triunfos, sin duda.

No he podido salvar a otros alumnos de los naufragios familiares porque entre mi mano y el asidero de problema había una distancia insalvable. Pero sí les he procurado una sonrisa matinal y un entorno acogedor y relajado que les ha proporcionado buenos momentos de humor y aprendizaje respetuoso, alejándolos durante un curso de las preocupaciones.

Y por último, he recibido las expresiones de cariño y gratitud más grandes que un docente puede experimentar por parte de alumnos, ex alumnos y familias. Han sido mi guardia pretoriana incondicional, y su fe y confianza en mi trabajo ha sido motivo de honra.

Y nada. Me calzo las deportivas para salir a correr y que se me disipen las ganas de llorar que me asaltan.

Hasta siempre amigos!!

lunes, 15 de junio de 2015

Ada Arendt


Los libros te salen al paso, te encuentran, te interpelan, te recuerdan que tienes con ellos citas pendientes que no se pueden posponer. Los libros solicitan de  nuestro compromiso, tiempo de nuestra vida, la aportación de nuestro  esfuerzo y nuestra soledad para poder recibir a cambio revelaciones, conocimiento, otros mundos, la realidad envuelta en un puñado de mentiras bien contadas,  buenos momentos,  y sobre todo , y ante todo,  dudas, más dudas, incertezas con las que  poder dirigirnos decididos a abrir  otras puertas para   adentrarnos en  territorios desconocidos, y así hasta el final de nuestros días. 

Dice el narrador de Juan Marsé en la novela  “Caligrafía de los sueños”: “Suma tiempo y libertad para vivir intensamente cada palabra de los libros que lee”.  Y aun así, a pesar de que algunos no leemos  porque nos sintamos solos o porque tengamos la  frívola necesidad  de matar el tiempo  como quien hace crucigramas o juega a los videojuegos,  un  miedo atroz nos recorre el cuerpo cuando -tal y como explica  Iñaki Uriarte en los tres volúmenes de sus "Diarios"- un buen día contemplamos la estantería de los libros que tenemos en casa y advertimos, horrorizados, que apenas  somos capaces de recordar algo de lo que leímos a pesar de que, en el instante que lo hacíamos y en sus días posteriores, nada ni nadie podía ocupar en nuestra mente el lugar que ocupaban los pensamientos, los personajes y las enseñanzas que leíamos absortos.

Porque, de repente,  llegamos a la terrible conclusión de  que gran parte de nuestra vida está dentro de esas páginas que ahora observamos desde el vértigo  de una probable existencia desperdiciada y, sin embargo, no hay ninguna certeza que nos empuje a constatar el sentido inverso, esto es,  que alguna pequeña parte del contenido de esas páginas resida  durante algún tiempo –ya no permanentemente, y menos  eternamente-  en nuestra memoria y en nuestra inteligencia.

Hace ahora un par de semanas hice mi última visita a  la librería. Siempre me ocurre lo mismo. Entro  con la idea clara de dos o tres títulos y, sí,  salgo con alguno de ellos, pero en compañía ajena a mi voluntad inicial. Este hecho es insólito e imperdonable, no porque sea el único que lo padece o porque resulte nocivo o perjudicial para la salud (al contrario), sino  porque a pesar de que se repite cada vez que voy de compras, en un momento u otro de mi deambular  entre las estanterías, dejo desprotegida  la guardia y me invade la fascinación: una palpitación extraña difícil de explicar que funciona como un llamamiento; algo así como una voz inaudible que me llega a las tripas y me dice que ha llegado el momento de tomar cuidadosamente  un libro determinado  para ofrecerle  toda mi atención durante los próximos días. Se produce en mí un interés singular, de procedencia incierta,  igual o parecido al que  profesa  un monje ensimismado  en la oscuridad de su oración al temblor de una vela.

Y es que, efectivamente, hay libros con vida propia que tienen dibujada en sus líneas de la mano un trazo reservado para mí, vinculado a determinados lugares de mi piel.  Esto no tiene nada que ver con lo esotérico o con las llamadas fuerzas ocultas. Tiene que ver con la presencia de nombres y obras que aparecen ante mí espontáneamente a través de las páginas de otros libros, hacia  las que  fluye intuitivamente  mi curiosidad o mi interés. Es igual que  un amor a distancia; algo similar a lo que sucede tiempo después de la confluencia  efímera de dos  miradas. Es  la perspectiva clarividente de un encuentro seguro  por muy  intrincada e incierta que sea la existencia,  porque  tanto el libro como yo cobijamos el convencimiento de que el futuro  nos será dado y será nuestro.

Hace un par de semanas me llevé de la librería el tercer volumen de los "Diarios" de  Iñaki Uriarte, que ya se ha convertido en el Montaigne ibérico. Me llevé “Diferentes maneras de ver el agua”, de Julio Llamazares, una hermosa, sencilla,  y conmovedora reflexión coral sobre la tragedia del olvido, sobre la destrucción del entorno y de la memoria, la aniquilación de la cuna y de la tumba; todo auspiciado por  la inclemencia humana  o por la intransigencia del progreso. Y me llevé también  “Tiempo de silencio”, una asignatura pendiente  con Luis Martín-Santos que me ha recordado Gregorio Morán después de  la lectura de “El cura y los mandarines…”

Cuando ya me disponía a pasar por caja, algo, no sé qué, un murmullo, los crujidos del parqué bajo los pasos de los clientes, un soplo leve de aire, o el aliento  de un presencia dulce a mi espalda-  seguramente la vulgar  exhalación del aire acondicionado- la cosa es que giré sobre mis pasos y me fui  directo hacia la sección de filosofía sin ningún objetivo ni motivo concreto. Allí estuve mirando durante casi un cuarto de hora todos los estantes, de arriba abajo. Escrutaba uno tras otro, sin ninguna meta aparente,  nombres y títulos impresos en los lomos de libros pertenecientes a todas las épocas del pensamiento occidental. De vez en cuando tomaba alguno entre las manos, lo hojeaba, observaba en la fotografía de la solapa las arrugas sobre la frente de los autores, los ceños atormentados, las miradas penetrantes, casi hirientes,   y volvía a dejarlo en su lugar, quizá por miedo, el temor a no dar la talla, el pánico  del gatillazo frente al poder del conocimiento, frente a la posibilidad de una relación  de la que, muy probablemente, solamente obtendría frustración y decepción. (Mi espalda curvada, sentado en el borde de la cama, la cabeza sostenida entre las manos y una voz tras de mí  que consuela mi impotencia y que provoca más sangre en la herida.)

Permanecí  contemplando el paisaje bibliográfico de   gran parte de nuestra filosofía  unos cuantos minutos, hasta que dio conmigo. Yo no lo buscaba. Estaba allí, aunque  yo no había ido a buscarlo. De hecho, tal y como he explicado, fue todo lo contrario.

Se trataba de una edición de bolsillo, encuadernada a la americana con tapas blandas de la editorial Paidós. Palpitaba en el extremo de una de las  estanterías superiores. No era fácil reparar en él  porque estaba aprisionado entre dos grandes tomos de Aristóteles y un diccionario. Estiré el brazo y nada más tenerlo en las manos supe que me lo iba a llevar, o mejor dicho,  que él me iba a llevar .¡Por fin tenía un libro de Hannah Arendt! ¡Cuántas veces no había leído referencias a su pensamiento,  a su obra y a las controversias que propició, que no dejaron indiferentes a nadie, que removían en muchos sentidos los fundamentos de lugares comunes del pensamiento y de la historia occidental muy asentados durante el siglo XX y que pervivirán en el futuro como  fuente de debate, de discusión intelectual  y de semilla de  conocimiento.!

El nombre de la autora está impreso en la mitad inferior de la portada, y debajo de su nombre el título “La condición humana”. La parte superior se  ilustra con un detalle del célebre  cuadro “El cuarto Estado”, obra del  pintor italiano da Volpedo en el que se representa la cabeza de una manifestación obrera en la época de la revolución industrial. La edición incluye una introducción de Manuel Cruz y la traducción es de Ramón Gil Novales. No voy ahora a comentar, ni siquiera a reseñar “La condición humana”. No me creo capaz. Estoy digiriendo su lectura, repasando notas, enlazando reflexiones, viajando de la mano de su autora desde la antigüedad clásica, que es donde beben y  nacen la mayoría de sus meditaciones, pero que reboza también en las ideas de los grandes pensadores de la Edad Moderna. Ese viaje a los orígenes de la inteligencia  le sirve  para vislumbrar la esencia del ser humano a partir de sus tres actividades fundamentales, el trabajo, la labor y la acción.  Ante tal material intelectual, ante la seriedad, el rigor y la pasión con que Arendt utiliza el conocimiento que atesora, uno se siente fuerte y valiente como para intentar   encajar su pensamiento  en nuestro presente. A veces, en un alarde de atrevimiento, durante la lectura, incluso  he osado ensayar mentalmente alguna que otra prospección hacia el futuro. 

Sin embargo, a riesgo de  resultar irracional y  ridículo, lo que quiero consignar ahora aquí es el momento de la llamada del libro de Hannah Arendt. Momento no como sinónimo de coyuntura  o circunstancia. Momento como sinónimo objetivo y concreto que define y marca un día, una hora y un lugar en el calendario y en el espacio. Porque ayer,  al poco de cerrar el capítulo en el que Hannah Arendt reflexiona en torno al poder, Ada Colau, la nueva alcaldesa de Barcelona, declamaba ante miles de ciudadanos y ciudadanas que ocupaban de nuevo  la plaza pública, uno de los discursos políticos más emotivos y esperanzadores  que yo haya escuchado desde que tengo memoria y  uso de razón. Cuando todo acabó, cuando Ada Colau lanzó su penúltima sonrisa de ilusión al pueblo que la seguía y la  televisión dejó de emitir ese momento histórico, abrí otra vez el libro que me interpeló y releí emocionado:


El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan. […] El poder es en grado  asombroso independiente de los factores materiales, ya sea el número o los medios. Un grupo de hombres [y mujeres]  comparativamente pequeño pero bien organizado puede gobernar casi de manera indefinida sobre grandes y populosos imperios, y no es infrecuente en la historia que países pequeños y pobres aventajen a poderosas y ricas naciones. […] En una lucha entre dos hombres [o mujeres] no decide el poder sino la fuerza, y la inteligencia, esto es, la fuerza del cerebro, contribuye materialmente al resultado tanto como la fuerza muscular. La rebelión popular contra gobernantes materialmente fuertes puede engendrar un poder casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia frente a fuerzas muy superiores en medios materiales. Llamar a esto “resistencia pasiva” es una idea irónica, ya que se trata de una de las más activas y eficaces formas de acción que se hayan proyectado, debido a que no se le puede hacer frente con la lucha, de la que resulta la derrota o la victoria, sino únicamente con la matanza masiva en la que incluso el vencedor sale derrotado, ya que nadie puede gobernar sobre muertos”.
Un par de páginas más adelante, Hannah Arendt añade: “El arte de la política enseña a los hombres  cómo sacar a la luz lo que es grande y radiante […] Mientras está la polis para inspirar a los hombres que se atreven a lo extraordinario, todas las cosas están seguras; si la polis perece, todo está perdido. Los motivos y objetivos, por puros y grandiosos que sean, nunca son únicos […] La grandeza o el significado específico de cada acto sólo puede basarse  en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro.”
Por eso, que a nadie le extrañe que crea en algunos libros como en el amor de la vida, porque los encuentro o me encuentran, pero no los busco. Porque jamás fallan. Porque están junto a mí, acompañándome siempre, en toda circunstancia, aunque a veces me invada la sensación de no recordar las palabras y las verdades que un día me dijeron y que me cambiaron la vida

lunes, 8 de junio de 2015

El cerebro de Pau



No hay nada tan democrático y déspota  al mismo tiempo  como el azar, porque  en algún momento de la vida nos ha sonreído a todos, y desde nuestro nacimiento  nos somete  a su arbitrio.  No existe ámbito en la vida en el que el azar no  esté presente, y no quisiera ponerme borgiano. De hecho, en cuanto al azar se refiere, me quedo con Auster. Sin embargo, difícil es no reconocer que  el mismísimo universo, en toda su vertiginosa infinitud -incluida nuestra pequeña Tierra repleta de vida- es fruto del azar. 

Los deterministas pensaban que el azar no existía, y menos el ontológico, que  forma parte de nosotros mismos: contra él no hay conocimiento ni voluntad que valga. Los deterministas estaban convencidos de que los procesos aleatorios en realidad  son producto de la desatención o de la indolencia. Algunos  filósofos  también creen que el azar es producto del desconocimiento, o de la incapacidad humana para resolver problemas complejos. 

Sea como fuere, por hache o por be, lo que está claro es que el azar es consustancial con la vida misma, bien porque intelectualmente somos incapaces  de hacer más de lo que hacemos, o porque  malditas las ganas que tenemos de hacer más de lo que hacemos. De ahí que, por mucho que lleve unos días paseando mi cara de pasmo por las calles del mundo, en realidad no deberían de sorprenderme  un par de hechos a los que se ha catalogado nuevamente  desde las tribunas de la desinformación con la etiqueta y la categoría de anécdota.

Esta última semana me he convencido de que nuestros legisladores son personas de gran profundidad reflexiva,  dotados de una inusitada capacidad deductiva y resolutiva, asentada  sobre  las bases de los principios de la  metafísica,  para quienes el honorable  trabajo de diseñar leyes va más allá de la regulación de la conducta de los ciudadanos  y de la resolución de conflictos. 

Nuestros legisladores, esos individuos inteligentes, preparados y honestos,  a los que regalamos nuestra confianza periódicamente  para que manejen la maquinaria de producir leyes y nunca nos  falten,  son muy conscientes de que, a menudo,  frente al azar, frente al dios de los destinos y de los futuros,  no hay ley que valga, y por tanto, para qué vamos a legislar. 

Montcada i Reixac es una localidad de unos cuarenta mil habitantes situada en la zona norte  del cinturón industrial barcelonés. Yo nací y crecí en Montcada, por mandato del azar, como todo mortal. En Montcada he aprendido a jugar al siete y medio, al póker, a  los montones, a los dados, al parchís, a la oca, al Trivial Pursuit, al tute, a la brisca, al dominó, a la garrafina, al cinquillo, al hijo puta, al remigio, a la canasta…  y sobre todo al mus. No es el mejor sitio para aprender  a jugar al mus, porque no es juego muy extendido en Cataluña, pero mi padre, que era castellano y que por azar llegó a esta tierra,  nos enseñó a jugar a mis hermanos y a mí.

Hostalets de Pierola también es una localidad catalana, ubicada  en la comarca del Anoia, muy cerca de Igualada, que roza los tres mil habitantes. El azar no ha conseguido más que un par de pasos míos por las calles de esta población, desde cuyos viñedos se puede disfrutar de una estupenda vista de las Montañas de Montserrat. Este pueblecito vivió hace ahora unos trece años su momento de gloria porque la fortuna provocó que, a consecuencia de unas obras de adecuación de un vertedero,  el cráneo de  nueva especie de primate no catalogada quedase al descubierto. Al hallazgo se le  bautizó como Pierolapithecus catalaunicus  alias  Pau (Pablo). A partir de aquí,  en Hostaltets de Pierola fue un no parar, porque los paleontólogos tiraron de veta y  hallaron dos especies más: el Anoiapithecus brevirostris y el Pliopithecus canmatensis. 

La casualidad ha querido que  estas dos poblaciones catalanas -con casi nada en común- se vean hermanadas, precisamente,  por y para el azar, porque  el gobierno municipal de ambas se ha decidido a través de un sorteo. En Montcada dos formaciones políticas habían empatado a dos mil cien  votos  y era necesario  dirimir quién se embolsaba el último concejal en liza. Esta última acta de concejal,  debido al conocido  juego de pactos entre bloques formados por diferentes partidos, era clave para decidir quién  va a ser  alcalde los próximos cuatro años. Perece ser que los dos partidos solicitaban a los  funcionarios de la junta electoral, insistentemente, una y otra vez, que repitiesen el recuento, por si alguien advertía alguna irregularidad que deshiciese el empate.

Pero no hubo manera. El escrutunio  arrojaba una y otra vez la fatídica cifra redonda, magnífica,  de dos mil cien papeletas a ambos lados de la urna; dos montoncitos de papeles de igual grosor, altura y componentes  que multiplicaban una y otra vez  los nombres de cuarenta y dos personas, quienes albergaban, ingenuos, la idea de que ellos estaban llamado a cambiar el destino de un pueblo. 

Algo parecido ha ocurrido en Hostalets de Pierola. Dos partidos habían empatado a trescientos cuarenta y nueve votos. Tras innumerables recuentos, nervios  y amagos de impugnación por uno y otro bando, la equivalencia absoluta no se desbarataba. Cabe señalar que aquí los hados  jugaban un papel más determinante, pues lo que estaba en juego era, directamente, la alcaldía, sin  el concurso de pactos previos. 

Según la ley electoral, cuando se producen casos como los  que he explicado, el problema se resuelve a través de un sorteo.  Es decir. Se convoca al juzgado a los responsables de los partidos en lid, a quienes suelen acompañar miembros de la lista, afiliados y simpatizantes, que   se sientan en la sala para atestiguar  tan intrigante espectáculo. El mismo juez escribe a bolígrafo las siglas de ambos partidos, en seis papeletas (tres para cada uno). Después las introduce en una caja de cartón, o una urna abierta, no sin antes mostrarlas a todos los presentes. A continuación, el magistrado señala a un miembro de su equipo- aunque también lo puede hacer él mismo- quien introduce su mano inocente el caja o en la urna, revolviendo y moviendo ostentosamente los seis sobres para que nadie del respetable  le que quepa ninguna duda al respecto de la limpieza del proceso.

El silencio en la sala es expectante, apenas roto por un susurro.  Alguien comparte un cuchicheo con su vecino de asiento,  tapándose la boca para que no se le oiga, pero el destinatario sí le escucha musitar que, sin saber  muy bien por qué motivo,  se siente  rejuvenecer, porque  se ha acordado de Mayra Gómez Kemp.

Finalmente, tras el  trasiego de sobres, acompañado por  el bufido impaciente de algunos espectadores, la diosa fortuna, a través de la cándida mano funcionarial, se decide por  uno y, tímidamente,  se lo entrega al juez. Éste, con gran parsimonia y esbozando una sonrisa maliciosa de tombolero de feria, abre el sobre, introduce dos dedos y toma entre ellos la papeleta agraciada, sin perder de vista las reacciones del público, que  permanece imperturbable, procurando mantener cierta dignidad, cierto aire de trascendencia que en realidad  camufla los  nervios; un estado muy parecido al que comparten los jugadores de ruleta alrededor de la mesa del casino  mientras observan expectantes  la bolita  brincar entre las casillas negras y rojas, entre números pares e impares,  y  cuyo dictamen convertirá  a muchos en algo más pobres, y a unos pocos en afortunados.

Por fin, el juez lee en voz alta las siglas ganadoras, provocando la euforia, la explosión de la  emoción contenida y hasta las lágrimas de la mitad del aforo, mientras que la otra mitad llora desconsolada su mala fortuna,  tristes viudas bingueras a las que ya no les quedan más cartones qué jugar. 

¡Es magnífico ¡.¡Que nadie me diga que no resulta apoteósico! ¡Qué nadie me diga que no es el colmo de la dejadez, de la indolencia y  de  la falta de respeto hacia el voto de los ciudadanos! Tras décadas de campañas machaconas sobre las virtudes de la democracia; tras años y años de escuchar los mismo lugares comunes sobre la fiesta de la democracia, la soberanía popular, y el gobierno de todos, la fortaleza de las instituciones,  etcétera, etcétera, etcétera…,   resulta que sus señorías, miembros del Parlamento de nuestro país, después de casi cuarenta años, con sus consiguientes legislaturas, no han sido capaces de proveer  más que de un berlanguiano sorteo público para deshacer  los posibles empates a votos que se puedan dar después de una elecciones para cualquiera de los ámbitos de gobierno.

Porque una segunda vuelta, no ¿no? Entonces ¿Por qué no unas manitas al mus? Al menos, el ganador habría meritado su investidura en aras de alguna habilidad, más allá de los intrascendentes programas electorales, o del despreciable número de ciudadanos que le han dado su confianza.

El mus requiere de grandes dosis de psicología, de conocimiento del adversario y de coordinación con el compañero. El mus exige  inteligencia para deshacerte de buenas cartas aunque te sepas ganador y de audacia para engañar al contrario cuando no las tienes. ¿Qué es, si no, la política? Sin embargo, mucho me temo que  la propuesta no tendrá éxito. Demasiado trabajo.

Por eso, había pensado que otra alternativa, mucho más rápida y liviana, sería  llamar a la FIFA  -mojando a quien haya que mojar- para que nos preste al  Pulpo Paul en periodo electoral. Y si no es posible, pues tiramos de lo nuestro. El cráneo del pobre Pau (Pablo), de Hostalets de Pierola podría servir. Sólo hay que limpiarlo un poco,  darle la vuelta,  colocarlo sobre el suelo como si fuese un cuenco  y lanzar hacia la cavidad craneal  las papeletas desde una distancia acordada, igual que si fuesen naipes. La formación que más papeletas introduzca en el hueco donde alguna vez hubo un cerebro, esa formación gana, y se queda con la alcaldía. ¿Qué les parece? ¿Votamos?