lunes, 19 de enero de 2015

Vidas antiguas


Fue hace mucho tiempo, tanto, que cuando hallamos el cántaro  no se distinguía el color de la arcilla con que fue torneado.
Al rescatarlo  oímos un tintineo  que  lo golpeaba por dentro.
Durante algún instante, si el movimiento que hacíamos no era muy brusco, parecía que algo o alguien lo arañaba por dentro, como si rasgase con sus uñas las concavidades de sus paredes internas.
Por eso, intrigados como estábamos y una vez limpio de toda  la tierra adherida, me apresuré a mirar a través de la boca oscura.
Antes de que retirase mi vista, decepcionado por no encontrar más que la humedad del tiempo,  me acertó en los ojos  un guiño de luz  que intentaba señalarme una existencia  desde el  fondo antiguo de barro.
Entre todos intentamos extraerla,  pero cualquier intento resultaba en vano.
Nos veíamos obligados a manipular el objeto con extremo cuidado y no podíamos pensar en métodos probablemente más eficaces.
Sin embargo, a pesar de toda nuestra exquisita delicadeza, una  torpeza, o quién sabe si un designio, provocó la caída y, finalmente, el cántaro  se quebró.
Entre esquirlas y cascajos, la llave de cobre oxidada y vieja nos miró con su único ojo, tendida sobre nuestras huellas humanas.  Sin entender muy bien mis propias razones, me empeñé en creer que estaba  agradecida.