jueves, 28 de noviembre de 2013

Anónimo



Hubo un tiempo, no hace mucho, en que leía la prensa a diario. Creía que de ese modo estaba al cabo de la historia. Leer el periódico cada mañana  me proporcionaba  la certeza de que las cosas sucedían gracias a mi autorización, porque yo las leía, y no porque en realidad  hubiesen sucedido. Debido a  la lectura de noticias de todo tipo  y de artículos de fondo o de opinión, vivía con el convencimiento de que yo era una de las personas claves en el desenlace del futuro del país y hasta del devenir de la mismísima humanidad. De tal manera esto era así que siempre que podía emitía opiniones a diestro y siniestro; citaba todo tipo de fuentes informativas; narraba con mis propias palabras los acontecimientos con tal vehemencia y tal seguridad que cuando así me expresaba ante  mis interlocutores, éstos  reculaban, retrocedían  inmediatamente  un paso y  permanecían pasmadamente callados. En mi seguridad vanidosa yo percibía  en ellos un signo inequívoco de admiración; estaba convencido de que quienes me escuchaban creían que  oían al mismísimo oráculo de Delfos. Sin embargo la realidad era muy distinta:  su estupefacción era el resultado o  la expresión espontánea   de quienes veían ante sí a un auténtico energúmeno. 

Un buen día, impulsado por el convencimiento de la influencia que yo era capaz de ejercer sobre el futuro del mundo,   decidí dar un paso al frente: ya que lo  que leía en los medios de comunicación impresos no  me gustaba, ya que los designios de la historia se estaban torciendo peligrosamente hacia lugares poco o nada  edificantes, lo que tenía que hacer era escribir a los diarios de toda España para enderezar el curso de la historia. De modo que, ni corto ni perezoso, igual que un Balzac frente al atril, de una manera  obsesiva, como si mi sueldo y mi vida dependiese de ello,   me dispuse a redactar un día sí y otro también cartas al director. Unos días escribía sobre la telebasura, otros  sobre el plan de Bolonia, un par de veces lo hice sobre la guerra del Golfo, alguna que otra ocasión en contra de las perros y de sus deposiciones, a veces cargaba contra los gafapastas, y a menudo en contra de los nacionalismos. Para ejemplificar el sentido de esta actividad frenética en la que me embarqué diré tan solo que llegué a escribir y enviar  cartas furibundas contra los mismos  diarios  que pretendían que me las publicasen. Incluso  llegué a firmar alguna criticando sin ambages a algún redactor en particular y poniendo de vuelta y media a sus directores, editores y anunciantes. 

La cosa es que, poco a poco, de manera progresiva me fui convirtiendo en un asíduo remitente de las sección de ‘cartas al director’ en los diarios de corte progresista  o centrista. El País, El Periódico y Público eran mis objetivos. La Vanguardia a veces, y jamás de los jamases me dirigía al ABC, a La Razón o al Mundo. Cualquiera con un mínimo de perspicacia habrá concluido que si mi objetivo era cambiar el mundo, con esta estrategia iba bien errado, porque  las decisiones las toman quienes dirigen el segundo grupo. Pero ya se sabe,  si  estamos convencidos de nuestra misión en la vida, si nos sentimos ungidos por manos invisibles, todo lo imposible  se nos antoja  posible.

Durante esa época de mi vida  era inmune frente al desaliento. De cada veinte cartas que escribía solamente me publicaban una. Aun así yo insistía. Solamente me sentí realmente decepcionado por una  causa muy concreta. ‘Público’ incluía en  su sección de participación de los lectores un apartado titulado “cartas con respuesta” en el que el escritor Rafael Reig, a la sazón jefe de opinión del diario, contestaba directamente a una de ellas y  habitualmente lo hacía  para poner a caldo al remitente. Yo enviaba las más incisivas a este medio para provocar a Reig, pero éste  jamás me contestó. Por eso a veces pienso, en el sosiego y  la tranquilidad de este sanatorio, que mi obsesión  en realidad  camuflaba   un carácter  masoquista sin eclosionar. 

La paz con la que hora vivo quizá sea la consecuencia de no recordar cual fue la razón, pero sí el motivo, de la última carta al director que escribí. Esta frase, que en apariencia es contradictoria, tiene todo su sentido. Hace aproximadamente 5 años el periodista Muntadar al-Zeidi lanzó sus zapatos a George W.Busch como signo de desprecio  en el transcurso de una rueda de prensa que se desarrollaba en Bagdag. Después de aquel suceso -que dio la vuelta el mundo- nunca más se supo del periodista. Parece ser que lo encarcelaron, pero a los pocos meses ya nadie se acordaba de él. A raíz de este hecho, un año más tarde, envié la siguiente carta, que fue publicada por dos periódicos nacionales. Recuerdo perfectamente la totalidad de  su contenido literal:

El periodista iraquí Muntadar al-Zaidi, que arrojó los zapatos al presidente George W. Bush, sigue encarcelado. El mismo ex presidente George W. Bush descansa plácidamente en su rancho de Texas. Al ex primer ministro británico Tony Blair le han condecorado con una de las máximas distinciones del país más democrático del mundo y le han nombrado embajador especial para Oriente Medio. El ex presidente del Gobierno español José María Aznar, ferviente católico, viaja por el mundo en loor de multitud, a 30.000 euros la conferencia, hablando de libertad. Los tres de las Azores ordenaron acciones de guerra que han ocasionado la muerte de centenares de miles de personas y el sufrimiento y la pobreza para generaciones de iraquíes. Pero quien se pudre en la cárcel es un periodista iraquí que utilizó la palabra y los zapatos para denunciar los crímenes cometidos contra los suyos. El resultado de la ecuación es pura educación para la ciudadanía: gana y triunfa quien hace daño. Pierde quien hace el bien y quien actúa conforme a lo que siempre le han enseñado sus mayores y sus maestros.” 

Éste fue uno de los grandes éxitos en mi cruzada particular en pos de la justicia  universal; un triunfo que no tiene nada que ver con el destino final del periodista iraquí del que, a día de hoy, se desconoce tanto su situación como su paradero.  Sin embargo, hubo alguien a quien la misiva no le pareció muy conveniente, muy acertada y hasta incluso un tanto fuera de lugar.  Se llama o se llamaba J.A. Blanch. Seguramente es un nombre apócrifo bajo el que se esconde una persona valiente y orgullosa  de sus  principios. El tal Blanch tuvo a bien escribirme una carta mecanografiada con mayúsculas, al más puro estilo Dashiell Hammet. Cuando la recibí me pregunté cómo diablos había conseguido los datos de mi domicilio, y de inmediato caí en la cuenta de que al enviar mi escrito a los periódicos había incluido en la firma la población donde resido, un lugar no demasiado grande en donde no es muy difícil dar con mi apellido –un tanto singular- a través de la guía telefónica. 

J.A. Blanch me decía, en mayúsculas, lo siguiente: 

VAMOS A VER SENYOR SETCIENCIES (expresión catalana que viene a significar  ‘sabihondo’). ¿ACASO TE CORROE LA ENVIDIA DE CÓMO VIVEN LOS SEÑORES BUSCH, BLAIR Y AZNAR? ¿NO SE LO HAN GANADO? DUERME TRANQUILO Y NO TE OBSESIONES TANTO CON EL TEMA DE LAS AZORES. 

SE TE NOTA SER UN TIPO MUY MANIPULADO AL QUE LOS IZQUIERDOSOS HABITUALES LE HAN LAVADO EL POCO CEREBRO QUE TE QUEDABA.

EL PERIODISTA (A CUALQUIER COSA LA [sic] LLAMAN PERIODISTA), BIEN ESTÁ DONDE DEBE ESTAR. ALLÍ DEBERÍA PUDRIRSE POR LA OFENSA Y FALTA DE RESPECTO [sic]  A UN DIGNATARIO DE UN PAÍS SOBERANO Y DEMOCRÁTICO.
 
LOS DE SIEMPRE, LA ETERNA Y DESFASADA GAUCHE OS ACOGEIS AL CLAVO ARDIENDO PARA DEMOSTRAR EL PIÉ [sic] QUE CALZAIS Y JUSTIFICAR LO INJUSTIFICABLE.


ATACAIS POR SISTEMA A QUIENES NO COMPARTEN VUESTRA IDEOLOGÍA, LIBERTAD DE EXPRESIÓN, DEMOCRACIA, ATAQUES  A CATALUÑA Y ALGUNAS CHORRADAS MAS.. AHORA OS INVENTAIS “LO DEL POBRE PERIODISTA”, MAÑANA ¿QUÉ SERÁ?.

¿Y PARA ESTA BURRADA PIERDES EL TIEMPO ENVIANDO CARTAS DEMAGÓGICAS Y VOMITIVAS A LA PRENSA?. SE NOTA QUE NO TIENES NADA MÁS QUE HACER EN LA VIDA. MEJOR TE DEDICARAS A TUS QUEHACERES COTIDIANOS QUE SEGURO LOS TIENES  ABANDONADOS, Y SI LUEGO TE SOBRA TIEMPO DATE UN PASEO POR EL ZOO MÁS CERCANO, TAL VEZ A LA VISTA DE LOS MONOS SE TE ACLAREN LAS IDEAS.


HAS MEADO FUERA DE TIESTO, SE TE HA VISTO EL PLUMERO Y HAS HECHO EL PEOR DE LOS RIDÍCULOS.

TIENES UN GRAVE PROBLEMA, HÁZTELO MIRAR. MIENTRAS TÓMATE UN VALIUM Y TRANQUILÍZATE, DESCANSARAS [sic] MEJOR, [sic de la coma] 

El anónimo del señor Blanch está sellado en Barcelona, el día 6 de febrero de 2009.

Como es sencillo imaginar, al abrir la carta y leer el contenido me llevé un susto de muerte. Permanecí sentado durante largos minutos sin poder reaccionar, pensando en que muy probablemente  el siguiente paso sería una paliza cualquier madrugada de aquellas en el parking donde guardo el coche. Al cabo de un par de horas me tranquilicé y decidí hacer una cosa: llamar al defensor del lector de uno de los periódicos que me facilitó mi primer y último triunfo. Después de  escucharme pacientemente me  dijo que lo sentía de verdad, pero que no podía hacer nada por mí. Poco más o menos vino a insinuarme que eso me pasaba por meterme en camisas de once varas y que yo y solamente yo era el responsable de las consecuencias de mis actos.

De manera que, indefenso, cautivo y desarmado, presenté mi rendición ante la sucesión de acontecimientos, escondí la carta entre los lomos de algunos libros y decidí en aquel justo instante no solamente no escribir jamás una carta a periódico alguno, sino dejar de leerlos y de comprarlos. Aun así, mi estado de nervios no mejoró. Más bien todo lo contrario. La neurastenia y la paranoia  gobernaban  mi vida y a mi familia no le quedó otra opción que internarme  en este bonito lugar. Ayer mismo me visitaron mis sobrinos. Conocen mi pasión por la lectura y por eso siempre me traen algún libro de los que tengo en casa. Decidieron que pasaría un buen rato con el tercer volumen de la famosa trilogía de Stieg Larsson. Hoy, al abrirlo, he encontrado la carta anónima  de   J.A.Blanch. Mañana tengo que decirle al doctor que me siento mucho mejor y que creo que ya  estoy curado.

martes, 19 de noviembre de 2013

Michael, siempre, a todas horas



El destino es aquello que nos va a ocurrir,  a pesar y gracias a todo lo  que  procuramos hacer  para que no ocurra. Es decir, que o bien  nos rendimos antes las evidencias de la realidad de cada día y las aceptamos, o bien  luchamos contra ellas. Cada cual que escoja, en función de su carácter, de sus posibilidades y de sus circunstancias. Sin embargo, tanto da nuestra  actitud ante las vicisitudes que nos va deparando la vida,   porque el resultado va a ser exactamente el mismo.

La disyuntiva entre actuar frente a lo que se nos viene encima o permanecer pasivos,  sea lo que sea lo que asole nuestras vidas,  nos ofrece únicamente una motivación para decidir en qué lado queremos estar, si del lado de los  luchadores, de los proactivos o de los motivados (que es como llaman ahora los jóvenes  a los empollones),  o bien del  lado de los pasivos, de los panchacontentas,  de aquellos que pasan por la vida igual que autómatas programables, como sonámbulos de un sueño sin caídas.

En aras de la neutralidad y de la objetividad, tengo  el deber de  desilusionar a  aquellos que  hayan  percibido matices peyorativos hacia alguna de las dos opciones anteriores; nada más lejos de mi intención. Intervenir o no intervenir frente a los  envites del destino tiene que ver con cierto sentido lúdico de la vida, con el miedo que tengamos a la muerte, o con una elevada concepción de nosotros mismos. Enfrente podríamos oponer las virtudes del estoicismo,  el cultivo sosegado del aburrimiento como sinónimo o garantía de paz y la indiferencia como disposición opuesta  a la  ambición.

Pero insisto, desde un punto de vista estrictamente  finalista, elegir el sentido de nuestra existencia hacia la acción o hacia la apatía es una decisión  estéril, porque todo está escrito y todo está decidido de antemano. Esta  no es una afirmación que tenga que ver con el manido- y no por ello menos cierto- tema de la muerte: (cuando nacemos ya morimos, somos ríos, vanidad de vanidades, etc, etc.).  Esta afirmación tiene que ver con el azar, la cual nos convierte en fichas de casino, en barajas de naipes o en dados dentro de un cubilete escandaloso. Los listos de siempre, tahures aventajados, aquellos  que procuran ganar a toda costa todas las partidas, pueden intentar la trampa, el viejo truco y hasta el estudio exhaustivo de las probabilidades, pero no se dan cuenta de que en su pretendida inteligencia descansa la estupidez inexperta propia de los  pardillos, porque lo que les depara el  destino es ni más ni menos, y  precisamente, consecuencia  de su artimaña.

Este último fin de semana pródigo en  lluvias era idóneo para desparramarse sobre el sofá y ver película tras película mientras allá afuera se deshacía el cielo. Emitieron, entre otras, la primera de El Padrino. Aprovechando la ocasión, a mí me dio por hacer un experimento que consistió en ver en DVD  el tercer largometraje  de la trilogía mientras en el canal de televisión se podía disfrutar de  la protagonizada por Marlon Brando. Es decir, en la misma pantalla se dilucidaban, al mismo tiempo,  el pasado y el futuro de varias existencias humanas. Evidentemente no podía visionar los dos largometrajes simultaneamente, así que me decidí por el definitivo, aquel en el que  se puede llegar a vislumbrar el destino definitivo de las criaturas  de Mario Puzzo y F.F.Coppola.

La cuestión es que mientras veía al ya veterano Michael Corleone  ampliando sus negocios en Europa,  involucrarse en la muerte de Juan Pablo I  o proferir en un final dramático el grito de dolor más desgarrador y célebre  del historia del cine,  yo era consciente   de que en paralelo, en el fondo invisible  del televisor, en el lado oscuro  de la vida, en el  pasado donde se cuece el porvenir,  Mike nace  a la lógica mafiosa  gracias a una consciente, medida y lúcida elección vital  cuando en su juventud decide vengar en el interior de una  trattoria  el atentado sufrido por su padre. Yo no podía ver  ese pretérito, porque en una misma  televisión no se pueden ver dos programas a la vez y sin embargo, por más que me fuese imposible verlo,  en realidad  se estaba proyectando; se proyecta  una, mil, infinitas veces, sin pausas, sin detenerse jamás,  aunque el final sea uno e irrepetible, o precisamente para que el final sea uno e irrepetible.

Sí que podía ver a  Mary -la  inocente  Mary-  morir de un balazo en el vientre. Esa bala se cargó en el mismo revólver  que Mike empuña 40 años antes en el lavabo de la trattoria a pesar de que el todopoderoso  Vito Corleone, dueño y amo abosoluto de centenares de destinos, dibujase  para su hijo  Michael un futuro alejado del crimen. Michael, siempre, a todas horas, en las sombras de pasado, en un sombrío rincón  catódico de mi televisor, durante su etapa presumiblemente luminosa (y al mismo tiempo  la  más negra de su existencia)   repetirá una y otra vez, insistentemente, infinitamente, todo aquello que debía hacer para que su andadura finalizase arrodillado sobre una escalinata, postrado y traumáticamente afligido ante la fatalidad inmisericorde. Mike estudia derecho,  se alista al ejército, sobrevive a la segunda gran guerra, conoce a la hermosa Kay  y se labra un futuro prometedor para convertirse irremisiblemente  en un criminal inteligente, despiadado e implacable, cuya víctima esencial será, en definitiva,  su propia hija. Michael Corleone no tenía otra elección. Michael Corleone  es otra víctima del azar, como tú y como yo.

miércoles, 13 de noviembre de 2013

El esperador



Todo pueblo tiene sus esperadores. Los esperadores son muy importantes. Sin buenos esperadores, las ciudades y los pueblos de España no podrían vivir en paz. 

Los hay que tienen uno, otros dos y algunos, si son importantes,  pueden llegar hasta tres. En las ciudades es más difícil identificarlos, porque pueden confundirse con los jubilados y aunque en muchos casos los esperadores son jubilados, no todo jubilado es un esperador. Una buena manera de distinguir a un jubilado de un esperador  es ignorar los bancos de las estaciones de ferrocarril y  las obras: un esperador nunca los frecuenta.

Un esperador viste de la manera más clásica posible, porque intenta a toda costa no llamar la atención. Nunca he podido entender cuál es el motivo por el que necesitan pasar desapercibidos. Es todo un misterio. Por eso llevo tanto tiempo observándolos. Se les puede ver con pantalones de tergal o de franela gris, chaqueta de punto granate o negra, camisa  lisa o jersey de cuello alto y mocasines o botas  marrones. La mayoría son varones, porque tienen mucho tiempo para esperar. A decir verdad, se pueden dedicar a esperar porque en sus casas  se lo encuentran todo hecho.

Un esperador nunca tiene prisa, porque si la tuviese dejaría de serlo. Sale de casa bien desayunado,  bien peinado y bien  afeitado. Camina despacio, con cierto aire de superioridad, pero con sumo cuidado de no llegar nunca a ofender.  Su caminar es  un estar en el mundo nada ostentoso, muy  medido, calmoso, tranquilo,  como si a través de  esa calma tranquila  quisiese dar a entender que él ha accedido al secreto de la vida, y  que le vamos a ver siempre así, tan saludable  como le vemos. De hecho, si uno se lo encuentra en la calle,  saluda cordialmente, y hasta pregunta por la salud de la familia, que es otra manera de decir, sin decir, lo bien y lo a gusto que él vive. A veces incluso se detiene a charlar un poco más con algún vecino. Por lo general, habla sin mirar a la cara, y sin  sacar las manos de los bolsillos, haciendo ademanes con el rostro, como indicando o dibujando direcciones  a  un lado y a otro del aire. De todos modos, si se detiene con alguien más de lo habitual,  no invierte demasiado tiempo en relacionarse porque  es muy escrupuloso con sus rutinas. A una hora determinada del día tiene que estar en su puesto, excepto si llueve, nieva, o graniza, porque en esas condiciones el esperador no suele salir de casa.

El puesto de un esperador es un lugar determinado del pueblo, o de la ciudad, que jamás escoge al azar. Cada esperador tiene el suyo. Los puestos no se heredan, ni se traspasan con el deceso. Cuando un esperador muere, el puesto queda libre y jamás se ocupa. A veces alguno lo ha intentado, pero no ha permanecido en el lugar más de media hora, porque el olor del que lo ocupó durante años permanece y lo envuelve todo, de manera que se hace imposible la espera en esa ubicación sin pensar en el esperador muerto,  lo cual resulta fatal para ejercer como Dios manda de esperador. Nada ni nadie puede o debe restar concentración a un esperador. 

Sin embargo, en la mayor parte de los casos,  casi todos los pueblos y ciudades de España comparten la localización de los esperadores. Nadie lo sabe a ciencia cierta pero  quienes han estudiado a fondo el fenómeno  especulan con que este hecho tiene que ver con la función y los objetivos que , instituciones, entes,  o voluntades desconocidas  jamás desveladas, asignan o encargan  a  los esperadores. De todos modos, yo soy más de otra opinión; yo creo que  un esperador es un ser libre que ejerce como tal de motu propio. Lo demás son leyendas, cuentos de vieja, historias para  no dormir que se difunden con la única intención de meternos a todos el miedo en el cuerpo. 

Para que un esperador cumpla a la perfección con su cometido, el lugar donde invierte gran parte de las horas del día debe reunir  una serie de requisitos que lo hagan propicio para la espera. Uno de los lugares más habituales son los límites geográficos de la localidad, junto a la carretera, cerca del letrero en el que se lee el nombre del pueblo que marca la frontera con tierra de nadie. Otras  ubicaciones frecuentes suelen ser las plazas de los Ayuntamientos, las puertas de las tabernas  (aunque jamás entran o consumen bebida alguna),  las calles en alto, los pequeños promontorios, miradores naturales o urbanizados, los aledaños de los campos municipales de fútbol  y las  inmediaciones de los mercados de abastos.

El esperador suele llegar cada día a su puesto a la misma hora, ya sea lunes, martes, o domingo. Un esperador lo es cada día del año. Al llegar, el esperador sitúa su atención siempre  en dirección hacia donde suelen ocurrir las cosas, hacia donde pasa la vida. Lo primero que hace un esperador cuando llega a su puesto es certificar que en  las proximidades no ha habido ningún cambio; que cada piedra, matorral, bache o cualquier otro elemento urbano sigue en el mismo lugar que el día anterior.  Después husmea el aire, de modo parecido a como husmean los hurones, y  a continuación se dispone a  fumar. Con la calma habitual, saca del bolsillo de la camisa su paquete de puritos, escoge cuidadosamente uno, se lo lleva a los labios, lo enciende y chupa intensamente dos o tres veces. A pesar de que expira  humo -prueba inequívoca de que el cigarro se ha encendido- mira atentamente el extremo que arde  para cerciorarse y, a continuación, satisfecho, lo deja en la boca. Ya no volverá a tocarlo más, aunque al cabo de unos minutos se apague a causa de la abundante saliva con que lo ahoga.

Entonces, una vez ejecutadas todos y cada uno de esto preliminares, el esperador se planta en pie, en la postura tradicional  de los esperadores; esto es, abiertas las piernas- más o menos a la altura de los hombros- con las manos entrelazadas tras la espalda. Y así, sin apenas moverse unos metros hacia un lado, unos metros hacia otro, espera durante horas. Llegada la media hora antes de la comida, vuelve a casa y tras la siesta de rigor el esperador recupera su presencia en el puesto.

Finalmente, cuando cae la tarde en los pueblos, ciudades y regiones de España ,  todos los esperadores vuelven a casa antes de que anochezca, satisfechos de sí mismos, un día más, felices y expectantes ante  las  perspectivas del día de mañana, ante una nueva jornada repleta de  emocionantes redundancias.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

John Reed en la noche de difuntos



Esta es una entrada revolucionaria. Quien no esté preparado para leer durante 7  largos minutos una serie de pesadas y arduas reflexiones contranatura, que actúe de manera radical y lo deje ahora, o cuando guste, igual que siempre. 

Lo primero que voy a hacer es declarar  sin solemnidades, pero con rotundidad,  que a partir de este momento quedan abolidas todas las leyes de la alteridad. Nada, o bien poca cosa de lo que aquí voy a explicar, tiene que ver con la mentalidad social, el contexto socioeconómico, y la coyuntura geopolítica del momento en que se escribió un libro cuya lectura me ha  estremecido, me ha perturbado y me ha producido tal tormenta de ideas, esperanzas,  dudas y contradicciones que me resulta del todo imposible mirar a cualquier lugar o escuchar cualquier conversación  sin relacionarlos con lo que he leído, con las ideas que desde hace años albergo, con la realidad que vivo, con la me gustaría vivir y con el futuro que yo sueño para la humanidad. 

Y todo por leer sin sentido crítico, por leer desde mi presente, con la mentalidad de mis coetáneos, como si en realidad no leyese,  como si en verdad estuviese ahora -exactamente ahora- en los mismos lugares y en los mismos momentos en los que estuvo John Reed, manteniendo las mismas conversaciones con los mismos personajes históricos, transcritas  a vuela pluma, día a día;  redactando febril y fielmente, desde la objetividad profesional  de un periodista  comunista, los fascinantes  sucesos que asombraron al mundo, que cambiaron para siempre la historia,  ocurridos en Rusia entre el 22 de octubre  y  el 18 de noviembre de 1917. Justo tal que ahora, por estas fechas, en las que aquí como  en Rusia  hemos andado todos la mar de atareados con los disfraces de Halloween.  

Porque en la madrugada del pasado 1 de noviembre  llamaron a casa, y después de dejar el libro sobre la mesa y  abrir la puerta, me vi  preguntando con simpatía impostada a cinco rostros verdosos, gomosos,  de muecas delirantes, que qué era eso de truco o trato,  mientras  los bolcheviques se preparaban para asestar al antiguo régimen y a los burgueses capitalistas el golpe de gracia con el que barrerlos para siempre de la historia, igual que una escoba se deshace del polvo, igual que yo me deshice de los niños, con 40 céntimos y un portazo. 

Diez días que estremecieron al mundo” es un de los libros más fascinantes que haya leído en mucho tiempo. Es, y al mismo tiempo no es, un libro de historia, una crónica periodística o  una apología. Es, y al mismo tiempo no es, un pedazo de la vida de alguien, el relato esperanzado, riguroso,  brillante ,y por momentos trepidante,  con que se expresa la  consciencia del autor al  saberse testigo de excepción de la historia en el momento en que ocurre, de unos hechos que transformaron el mundo y que por primera vez en la existencia de la humanidad -por primera vez desde que el hombre es hombre- propiciaron que los pobres y los desheredados, los hombres y mujeres que nunca tuvieron nada,  aplastasen a los poderosos para emanciparse y hacerse con las riendas de sus destinos. 

Esto, dicho así, de corrido, es posible que parezca la típica frase que se redacta al calor de las letras cuando todavía arden. Pero puedo asegurar que la lectura de la  obra del  estadounidense John Reed -a quien encarnó Warren Beatty en el extraordinario  largometraje ‘Reds’- no solamente me ha transportado como una máquina del tiempo a un momento de la historia insólito; no solamente me ha sacudido como sacude el jornalero la vara contra el olivo, sino que ha abierto una brecha en mi cráneo, encanecido y endurecido por los años, bajo el  que descansaban plácidamente algunas certezas sobre mí mismo, sobre mi pensamiento al respecto de mi propia  condición social, mi propio  punto de vista hacia lo que ocurre hoy, cada día, en cada momento de este desconcertante presente que vivimos.

Nunca se lo he dicho a mi confesor, porque me no me lo iba a perdonar, pero desde hace ya mucho tiempo que me considero un trabajador. Quiero decir que, independientemente de mi cuenta corriente, de mis posesiones  materiales, o de si el camping en el que paso las vacaciones es de primera especial,  no voy por ahí diciendo que soy de clase media; ni siquiera clase media-baja. Yo soy de clase trabajadora. En algunas discusiones con amigos o compañeros, si viene al caso, incluso hago ostentación de ello y me siento un Moisés  recién revelado cuando alzo la voz, dispongo el más grave de mis gestos y exclamo ante su pasmo “¡Digáis lo que digáis, yo soy un trabajador; yo tengo conciencia de serlo, y si tú y tú y tú pensaseis lo mismo, otro gallo nos cantaría!” 

Y en verdad lo soy. Sin embargo ¿Que estaría dispuesto a hacer, o a perder,  para que mis derechos se respeten? ¿Otros trabajadores en peores condiciones que las mías me considerarán su hermano; me verían dentro de su misma clase social. ¿Qué sacrificaría, contra quien lucharía, a quién o cuántos hombres mataría,  cuánto dolor estaría dispuesto a soportar y a infligir  por ver amanecer un mundo en el que mi clase aplastase a los explotadores, corruptos, y poderosos para gobernar mi destino sin temor a que nada ni nadie volviese nunca más a oprimir, engañar y esclavizar a los más débiles.? 

Si uno es más o menos condescendiente consigo mismo y lee “Diez días que estremecieron al mundo”  como quien lee un sencillo libro de historia, la primera de las tres preguntas anteriores se puede contestar con cierta comodidad, sobre todo si  tiene un puesto de trabajo con el que ganarse la vida. Con el mismo tipo de lectura -una lectura pasiva, intelectual, desde la distancia, utilizando la alteridad para comprender los hechos en su justa medida- la respuesta a las dos siguientes no tiene sentido, porque esos interrogantes no surgirían. Pero ¡ay! del insensato que se deje atrapar por el libro de Reed;  ¡ay! del pobre infeliz que imagine a los bolcheviques en procesión por las calles de su ciudad, banderas al viento, cantando La Marsellesa y La Internacional; ¡ay! de aquel  que, con una mínima conciencia de lo que ocurre hoy día, pierda el norte leyendo el libro  y  pretenda posar su existencia en  noviembre del 17 en el mismo  lugar donde pisó  cualquier ciudadano de San Petersburgo. ¡Ay! de aquel que frunza el ceño y amague con ponerse en pie, cuando lea los discursos apasionados de Lenin, y de Trostsky, imitando con su gesto el ademán más conocido de los dos líderes soviéticos... Ese pobre infeliz, insensato, y para algunos,  estúpido lector, soy yo. 

Yo he estado junto a John Reed en el Smolny, asistiendo a los apasionados debates estratégicos del Comité de Comisarios del pueblo recién constituido. Yo he estado junto a John Reed en la plaza del Palacio de Invierno, viendo cómo la masa proletaria armada  lo asaltaba. Yo he caminado por los pasillos de ese palacio, esquivando a decenas y decenas de representantes de los soviets que dormían en el suelo, rendidos, después de tres días de intensos debates ininterrumpidos. (Cuando escuchaban al orador “no se movían, dirigían sobre él una mirada de fijeza casi aterradora, las cejas fruncidas por el esfuerzo de pensar, su frente perlada de sudor, gigantes con los ojos inocentes y claros de niños y rostros de guerreros de epopeya”).  Yo he visto escribir los originales de los mil manifiestos que se publicaron en las decenas de periódicos que cada partido publicaba. Yo he sufrido junto a John Reed los rigores de “el frente helado, donde los miserables ejércitos padecían hambre y morían sin entusiasmo […] pálidos, descalzos, los hombres se consumían sobre el lodo eterno de las trincheras. Enderezándose a nuestro lado, los rostros contraídos, la piel azulada por el frío asomando por entre los desgarrones de la ropa, nos preguntaron ávidamente ¿Han traído ustedes alguna cosa que leer?”.  Yo me he manifestado en las calles, he asistido a pie de  trincheras a los combates decisivos y , sobre todo, yo he sido testigo de una audacia y una determinación que difícilmente pueda volver a repetirse en ninguna otra etapa de la historia, surgidas de una fe ciega en la victoria, de una inteligencia inaudita, el arma con la que reconocer las circunstancias  para utilizarlas de la manera más eficaz,  con el fin de  hacerse con la complicidad de los dubitativos  y  aniquilar  al enemigo.  “Así fue, entre el estruendo de la artillería, en la oscuridad, en medio de odios, del temor y de la audacia más temeraria cómo nació la nueva Rusia”, así fue cómo se cambió  la historia para siempre.

Para cambiar la historia, los bolcheviques se pasaron por el forro la  hoy sacrosanta democracia representativa y tomaron para el pueblo  lo que era suyo, el poder, y así  pudieron legislar según sus necesidades, las necesidades de los más desfavorecidos.  En función de este hecho y de la actualidad, al cerrar el libro de Reed me asediaba una tormenta de preguntas que para muchos, seguramente, son sencillamente ridículas,  de una ingenuidad chistosa, o siendo benevolentes, pasadas de moda y de respuesta más que obvia. Yo no estoy tan seguro. De hecho no estoy seguro de casi nada, por eso me pregunto ¿En el actual contexto socioeconómico, con 6 millones de parados, 2 millones de niños desnutridos,  y las grandes fortunas en auge, no hay ninguna organización política de izquierdas en España capaz de  movilizar a sus militantes para organizar al pueblo y como mínimo poner aprietos al corrupto capitalismo institucionalizado?. ¿No sería IU,  el Partido Comunista de España, sus partidos federados y los sindicatos obreros, los candidatos mejor posicionados para ponerse en la vanguardia del descontento, del sufrimiento y de la necesidad que padecen millones de personas? ¿Ha renunciado la izquierda española a luchar contra el capitalismo? ¿Qué haría yo, cómo actuaría yo  si se diese respuesta positiva a las dos preguntas anteriores? ¿Hay alguien en España  que cuestione seriamente, en su totalidad, el capitalismo? ¿Hay alguien en España que piense que el capitalismo y quienes lo promueven y lo gozan son la única causa de esta situación? ¿Ha nacido en algún lugar alguien parecido a Lenin? Si es así, ¿Cuántos años tiene ahora?. Ojalá sea un poco mayor que los niños con máscaras de  monstruo a los que despaché después de dejarles hablar, con mi mejor sonrisa, tiernamente,  utilizando buenas palabras, regalándoles un par de caramelos y  40 céntimos,  para  que no volviesen a llamar a la puerta reclamando lo que consideraban que  era suyo en la última noche de difuntos.