domingo, 30 de septiembre de 2012

El mito y la furia (XXVIII)


El paso lento  de los minutos  y la descarga tan abundante de lluvia han apaciguado la virulencia de la tormenta.  Casi una hora después de los primeros truenos,  desde mi atalaya de este arrabal de hormigón, donde  se malogran en los ascensores una montonera de sueños inútiles,  disfruto con el centelleo mudo de los relámpagos que importunan el horizonte.

Con cada fulgor voy adivinando, en breves instantes de lucidez, cómo  se  perfila paulatinamente  la línea que separa el mar del tumulto de nubes que se disuelven exhaustas. En la calle, al otro lado de la ventana, ocurre algo parecido, porque aunque el agua sigue cayendo, las cosas parecen volver a su sitio, a recuperar la esencia que les arrebató el aguacero.  Además, la luz se ha ido y ha venido un par de veces. Entonces, las calles se han oscurecido completamente, y todas las formas han quedado a  merced de la borrasca, de manera que, en esos momentos de la noche,   los resplandores esclarecen la cortina espesa que dibuja  la tromba  y transforman el mundo real en una especie de alucinación apocalíptica, en un espejismo inverso, en el que en lugar de brotar, toda entidad material se desvanece.

Y aun así me gustaba. O quizá precisamente por eso me gustaba, porque de repente todo se iba al carajo; porque todo vestigio humano, biológico e inorgánico, se diluía en una noche gloriosa  de luminiscencias  y clamores.

Sé que todo llega siempre a su fin. Eso lo aprendemos bien desde la  cuna,  solos, sin necesidad de que alguien  nos lo enseñe.  A medida que crecemos,  vamos certificando día a día esa condición maldita de la vida pero al mismo tiempo parimos una rebeldía estéril  que se niega a  aceptarla  y nos hace infelices.

Yo estaba disfrutando de lo lindo con esta tormenta que ahora languidece y no me avergüenza protestar igual que haría un niño, el niño que yo era, cuando retronaban las nubes sobre la gran pirámide y pasados unos minutos todo finalizaba. Entonces  vivía fascinado el poderío de los cielos, y creía sinceramente que algún día caminaría entre la espesura de un bosque o que navegaría sobre las olas embravecidas  del gran océano,   igual que lo haría un dios, inmune e indemne frente al furor de los elementos,  vinculado, asociado, y hermanado al huracán, al ciclón y a la galerna.

Hace escasamente poco más de un hora  he experimentado cómo mi cuerpo, mi alma y la razón que me sustenta, se habían unido íntimamente a la furia de los elementos y me había identificado plenamente con la fuerza y la inclemencia del temporal. No es una boutade filoromántica, el vestigio impostado traído de los pelos por un  oportunista, o la plasmación de una epigonía anacrónica. Porque la manifestación natural que se ha precipitado sobre  esta tierra que me vio nacer; esta última hora de estruendo y cataclismo meteorológico  que ha hecho temblar todos los cristales de  las ventanas de la ciudad, es  portavoz de mi espíritu y, al mismo tiempo, señal de inicio, frontera entre el pensamiento y la acción, una  clase magistral  con la que me llega el mensaje, la orden, la necesidad  del fin de la especulación.

Los cielos han hablado, y me han mostrado que no puedo desperdiciar el instante álgido de la furia, porque todo llega a su fin y, en el momento de la verdad, si dejamos escapar la oportunidad, si desaprovechamos  el ímpetu de la cólera, de nada servirán  los lamentos. El mito es eterno, constante, persistente  y siempre, desde antes de la primera tormenta, subsiste  y nos sobrevive.

Quizá esa sea la causa por la que en lugar de levantarme de esta silla, haya resultado tan sencillo rendirme al  sonido evocador del agua recorriendo la pendiente de las calles y de ese modo, o por culpa de ello,  decida permanecer  aquí unos minutos más dejándome empapar de los recuerdos que se filtran por las rendijas de la inconsciencia igual que el agua discurre y se distribuye en centenares de pequeños torrentes  lamiendo el borde de las aceras, camino de las rejas del alcantarillado, hacia los fondos oscuros y sucios de la ciudad.

A pesar de que prácticamente ha escampado, los recuerdos caen sobre esta hora indefinida de la noche, se enlazan, se asocian, y forman charcas turbias en las que no se puede distinguir  nada claro, excepto las ondas que apenas insinúan las últimas gotas de lluvias, tan efímeras como aquellos días felices que nos parecían largos, casi eternos, porque éramos capaces de detener el tiempo antes de que el amanecer resolviese deslumbrarnos. Eran los días de los despertares apacibles entre aromas corporales y certezas soberanas.

A veces la mañana era laborable. Si embargo,  la noche anterior nos habíamos amado pausadamente, y también torrencialmente; éramos capaces de acariciarnos y de besarnos desnudos, sobre la cama, sin tregua,  durante minutos que sobrepasaban las horas, sin dejarnos vencer por el deseo inicial de fundirnos, hasta que finalmente el placer que nos producía la contención  casi se convertía en dolor y entonces yo me volcaba en ti y tu me albergabas ciñéndome y apretándome muy fuerte. Recuperábamos la conciencia de pertenecer al género humano cuando nos oíamos gemir  solamente para recuperar el resuello, porque incluso la voz y el grito se ahogaban en aquellos amaneceres todavía sin sol. Después nos sumíamos en la nada, en un sopor que de inmediato nos conducía al coma.

Luego  aparecía  la luz. Algunas mañanas despertabas porque se colaba entre los orificios de la persiana y me descubrías  adormilado frente a ti, poderoso, dueño de un vigor durmiente que se arrogaba el privilegio de representarme. Entonces decidías auparte sobre mí  y apoyando tus manos sobre mi pecho   te mecías despacio, suavemente, dueña de una humedad incontenible,  hasta que me veías abrir los ojos. Aquel era el momento de la tormenta, porque sin dejarme apenas dirimir si lo que me ocurría era parte del sueño o de la realidad del día emprendido, tus caderas iniciaban rítmicamente una danza frenética y constante; abrías los brazos, gemías, te atusabas el cabello hacia atrás entreabriendo los labios, gritabas mi nombre y en una convulsión concluyente caías rendida sobre mi mientras yo agonizaba respirando tu piel.

domingo, 23 de septiembre de 2012

Catalunya Sánex


Creo que durante los cinco o seis años que llevo escribiendo cada semana en este blog nunca me he dedicado a comentar la fotografía que encabeza el texto. La imagen que aparece en mis entradas suele hacerlo, sencillamente,  a título ilustrativo, algunas veces de manera simbólica y otras pocas alegóricamente. Pero siempre llega el día en el que uno se traiciona a sí mismo,  y ese día ha llegado, porque no me puedo resistir, porque no me la quito de la cabeza, y sé que hasta que no lo haga no podré dejar espacio para otros motivos  de los que, la verdad, me apetece más escribir. De hecho tenía ya medio embastado el número XXVIII de “El mito y la furia”, pero no encuentro el modo  de centrarme, porque una y otra vez se me viene la sangre a la garganta y se me atraganta la boca del estómago.

La muestra que he encontrado no es muy buena, pero creo que la imagen se distingue bien. Se trata de la portada del vídeo que ha publicado La Vanguardia, producido por TV·3, con motivo de la multitudinaria manifestación independentista del 11 de Septiembre de 2012.

Ahí está  el niño, entre banderas estrelladas, igual que un idolillo adorable,   ocupando el primer plano de la portada, tan extraordinariamente rubio, tan  ario como la madre que lo parió, enmarcados sus mofletes rosados, bien alimentados, en un ramillete cuidadosamente peinado de rizos dorados; dorados  como los mismísimos rayos del sol, como el hijo de un genuino dios teutón.

El niño sonríe despreocupado, y  mira con sus ojos azules celestes al acompañante de quien dispara la foto, con la finalidad de  aparecer ante sus compatriotas naturalmente catalán, espontáneamente catalán, un auténtico hijo del Mediterráneo, exponente del crisol de razas y colores que llenan las calles catalanas, los campos catalanes, las fábricas catalanas, las colas del paro catalanas, los colegios catalanes, las lista de espera de los hospitales catalanes, o las de los embargos hipotecarios de los bancos catalanes.

Porque este niño Sánex, tan representativamente catalán, tan inequívocamente catalán,   nos sustituye a todos, claro; pretende ser un espejo de lo que somos. José Antich, el director de La Vanguardia, tan rubio él, quiere que veamos en el chiquillo bermejo de la manifestación el futuro del país. De ahí que  no sea  casual que el infante rubiales haya sido escogido entre otras posibilidades tipológicas para tan grande causa, para tan trascendental momento.

De hecho,  en Catalunya es muy habitual encontrarse con especímenes así. Solamente hay que echar un vistazo al Parlament. Ahí tenemos a otros tanto rubios antológicos, como Oriol Pujol, el mismísimo Mas, el auténtico rubio transparente Duran i Lleida, o la rubia trepa Sánchez Camacho, por no hablar de los rubios  despampanantes Joan Laporta, o  Joan Herrera, o los rubiales Felip Puig, Mas Culell y mi querido Francesc Homs, el robot que ejerce de portavoz del govern, al que podría fichar Rideley Scott para su próxima secuela de "Alien". La lista, en fin,  se haría interminable.

En Catalunya es  realmente complicado encontrar un parlamentario, un concejal o un alcalde,  moreno, o castaño. Prácticamente todos son igualitos al  niño de la foto.

Pero donde de verdad encontramos la esencia y los orígenes de tanto rubio azulado en Catalunya es en  su Historia: Macià, Companys,  Tarradellas, Pujol, Maragall, Montilla (sí, Montilla también fue President), Rafael de Casanovas o el ínclito Cambó  lucieron sendas caballeras rubias platino, cual cantantes suecas.

Pensándolo bien, TV3 y La Vanguardia, con la portada del vídeo sobre La Diada del año 2012, quizá expresen, sencillamente, un deseo: una Catalunya  Islandesa, donde el pueblo enchirona a los políticos corruptos que juegan con el futuro y con los sentimientos de los ciudadanos. Prefiero pensar eso a la posibilidad de una innovadora ley de normalización racial, que muy pocos cumplirían. Ya lo decían los modernistas: ¡La llum ve del nord! (¡La luz viene del Norte!)

Qué  a gusto me he quedado.

domingo, 16 de septiembre de 2012

Independencia


Hoy el mar  resuena otoñal. Las olas ya no atusan la arena con el murmullo lánguido de las noches de Agosto. Ahora rompen sobre la tierra oriental  en un fragor de corazonada invernal, clarín de vanguardia para estruendos  venideros.
Ocurre lo mismo con el color del agua, y con el aire, y con el aroma, que se transforman en  frescor dulce esmeralda, sabor a lluvia en la brisa, olor lozano en la atmósfera, blancas sábanas al viento ondeando bajo el primer sol matinal,  entre la flor del jazmín azul y las ramas ambarinas de una joven mimosa.
El salitre se camufla, y aunque es invencible, ya no se huele, y  nos creemos que ya no está. Por eso  los  perros alzan el hocico ofuscado y no  hallan más que el pasmo  del vuelo evidente de una gaviota, que planea el desenlace trágico de algún destino.
Solamente nadan los osados y  por fin se han hundido las lanchezuelas sin vela, los yatazos ostentosos  y las motarras acuáticas. A partir de hoy, el amanecer dorado saludará  de nuevo a los pescadores, o al mar despoblado.
De todo esto- y de alguna cosa más que no cuento- hablaba con mi amor, hoy, esta misma mañana,  a pocos metros de la arena tibia de la playa, mientras  se aproxima el final del verano y recordábamos, como un fulgor lejano, la luna en cuarto creciente sobre el mar oscuro de San Lorenzo, los barrenderos de estrellas y las caricias sobre la piel caliente que nos trajo el Garbí  en la  noche de ayer.

martes, 11 de septiembre de 2012

El mito y la furia (XXVII)

(Viene de aquí)

Después, nada; después de la muerte, nada. Murió la viuda al poco, entre grandes dolores provocados por un cáncer malo y la ausencia de una mano de hombre que la sujetase fuerte en la trascendencia del  salto hacia la nada. Porque debe ser como dar un salto. Al percibir el vacío bajo los pies, que ya no son pies, que ya no son ni carne en descomposición,  seguro que sobreviene  una levísima sensación de vértigo,   algo así como cuando papá me cogía con sus manazas invencibles  de las axilas y me impulsaba hacia el cielo en un juego premonitorio e inconscientemente pedagógico. La diferencia  es que  yo podía cerrar los ojos para disfrutar plenamente de los efectos del vuelo súbito, me dejaba llevar hacia arriba y hacia abajo con la certeza de que por poderoso  que fuese el impulso nunca rebasaría la frontera del aire, o jamás me estrellaría contra la tierra. Yo no sabía nada sobre la muerte.  Me regodeaba con el vaiven del ascenso y de la  caída,  y me dedicaba, exclusivamente  a gritar  risas escandalosas  mientras esperaba confiado de nuevo que sus manos fuertes me recogiesen y volviesen a lanzarme  al espacio una y otra vez, una y otra vez, porque yo creía que la energía que hacía posible esa antigua  danza aérea era inagotable.
El día que murió aquella mujer sonaron, probablemente, otras músicas que me traerían otros recuerdos. Debe de haber  una música para cada muerte, aunque en el lugar de la agonía solamente suena  el miedo. Siempre hay, muy cerca,  una radio que emite, un albañil que canta, un niño que tapa y destapa torpemente los orificios de una flauta y sopla obcecado  el bosquejo dislocado de una melodía desafinada  mientras alguien muere pretendidamente en silencio.
La música es una invocadora infalible, tremendamente eficaz con los  pasados. Trae desde  lejos detalles y  personas envueltas en el matiz del color de la distancia con el que nos vemos  retrospectivamente. La música antigua es capaz incluso de vestirnos con las mismas ropas que un día despreciamos, o que lanzamos al vertedero, o con las que ya no nos pudimos vestir porque sencillamente el tejido acabó por rasgarse debido al uso, porque no  había manera de encajarlas en un cuerpo nuevo que empezaba a deformarse, y porque quién nos iba a aceptar, a dónde nos íbamos a presentar, a dónde podríamos ir a trabajar  con ropas pasadas de moda.
Existimos a  cada momento en un cuerpo nuevo a fuerza de experimentar la supervivencia, de sufrir y de gozar del paso de los años; un cuerpo que en el suceder de  las noches, y de las jornadas tediosas de trabajo, envejece silencioso, discreto, sin escándalos ni aspavientos, alevosamente,  y se transforma indefectiblemente, sin remisión, de manera que cada minuto de cada hora se hace nuevo, porque cambia caducando.  De ahí que deberíamos constatar sin rubor que  cuantos más años cumplimos, más novedades acumulamos, y que la juventud y la infancia son, en realidad, los estados temporales humanos que más cerca están de lo viejo.
Es como mirar un mapa del mundo en los tiempos exitosos de  Pink Floyd, en los tiempos de la Guerra Fría, y darse cuenta, de repente, de que soviéticos y americanos podían perfectamente propinarse  cada día unos cuantos guantazos directamente desde la cercanía de  sus Estes y de sus Oestes sin necesidad de jugar como niños a través del patio de  Europa y del Atlántico a si me tocas  te enteras.
Un niño está más cerca de la muerte que cualquier adulto, que cualquier anciano, y por supuesto, que  yo mismo  en este instante de mi vida, independientemente del riesgo que pueda correr para que se cumplan  con éxito mis planes.  Esa proximidad de la infancia con la nada no es debida a la fragilidad, a una objetiva debilidad, a la indefensión, desvalimiento, a la ausencia de conciencia que posee todo ser humano, a la carencia o al todavía poco desarrollado  instinto de supervivencia,  a los peligros  que acechan siempre a la inocencia, factores todos propiciatorios  de mortalidad. La contigüidad  del bebé lechal para con el vacío  de la nada  atañe y se arraiga en  el ciclo, en la disposición próxima, vecinal, de inmediación,  roce y  fricción entre  el principio y el  fin.
Entre el recién nacido y el viejo moribundo se suceden, una tras otra, las  vicisitudes que nos renuevan con cada respiración, los acontecimientos  que nos oxidan y nos llevan irremisiblemente hacia el final de nuestros días, o sea, más cerca que nunca del momento de nuestro primer llanto. Y ahí, en ese espacio,  en el lugar donde se fabrican  las novedades, en el párrafo biográfico  de los sucesos que a  los optimistas les parece extraordinariamente  amplio y a la mayoría una estafa,  es donde encontramos la memoria y lo venidero. Si dentro de ese largo o ínfimo intersticio  somos capaces de ganarle  un poco de silencio a la luz de cada día, entonces  hallamos  rastros inciertos pertenecientes a los trances  ya  fallecidos y algún que otro indicio del destino que nos acecha o que nos aguarda.
Yo, Adán, el hombre nuevo,  he visto claro el futuro.  Poco a poco desgrano mi paso por la tierra, recabo instantes que sucedieron sin más, en apariencia, vacuos, intrascendentes, similares a los que  han experimentado millones de hombres y mujeres antes que yo. Sin embargo, en la memoria detallada, gracias a la voluntad del recuerdo, a  la rememoración de los desengaños y a la evocación  de todos los  bautismos,  ejercito  el poder de la clarividencia con el que   trazaré el camino, mi camino,  y transitaré  así  la estela de la remisión, mi remisión. Mi hora ha llegado.
Ha empezado a llover. Son gotas gruesas. De momento caen muy espaciadas. Apenas motean la calle. Traen con el viento cierto aroma a barro antiguo.  Ahora mismo  se ha borrado la línea  del horizonte. Parece que el cielo se traga el mar.  Cuando  vivía en casa de papá y mamá  y  en las primeras semanas del  otoño se cernían  sobre el día las nubes más negras del año, papá me señalaba a través de la ventana una pequeña colina rocosa  que se alzaba sobre el suburbio. Aquel promontorio puntiagudo siempre me pareció  una pirámide camuflada entre piedras, sepultada por el paso de los siglos entre arenas y arbustos  a la espera del arqueólogo perspicaz  que un día  realizaría un  asombroso  descubrimiento. Según me explicaba mi padre, cuando  la pirámide se cubría de niebla y resultaba imposible verla, la tormenta era segura, y duradera.  Creo que es lo que va suceder hoy, que va a llover largamente, seguramente a ratos muy  fuerte, con rachas de viento tempestuoso.  Dentro de pocos minutos la oscuridad será total y la borrasca  habrá confinado la ciudad.   Es igual en todas partes, pero ya no recordaba como zurcen el cielo oscuro los hilos de luz  de los relámpagos. Así me lo explicaba mamá. El estruendo del primer trueno hacía temblar las paredes y parecía que había roto el cielo. Papá sacaba de un viejo baúl  él quinqué, desconectaba la electricidad, prendía la mecha,  y se sentaba en el sillón  a fumar, escuchando la radio en un viejo transistor portátil. Entonces mamá solía  dejar  su tarea de costura por la que le pagaban a cinco duros  la pieza.  Se acercaba  y posaba cuidadosamente  su mano sobre  mi  hombro. Durante largos minutos permanecíamos los dos frente a la ventana. Nos apoyábamos directamente con la frente sobre el cristal  y enseguida aparecían estampados bajo la nariz  dos pequeños círculos de vaho que se agrandaban y se empequeñecían al ritmo de nuestras respiraciones.   No hacíamos otra cosa que contemplar  en silencio la oscuridad, la lluvia precipitarse y las gotas resbalar, las sombras brillantes  proyectar los relámpagos sobre la calle, los cables del tendido eléctrico mecerse nerviosos, los plataneros agitarse violentos,  las hojas volar sin sentido, arrojadas al vendaval en trayectos locos; los charcos borbotear, como si el agua hirviese, como si surgiese del centro del mundo en lugar de caer del cielo; los haces de luz de un automóvil  deslizar sobre el asfalto  alguna urgencia   y  en el andén desierto un tren  estacionado en cuyo interior se mueven  sombras inquietas  a la espera del final de la tormenta ...  Hace mucho, demasiado, que no encontraba  tiempo para un espectáculo como este. Espero sentado aquí, a la expectativa,  feliz, dichoso, solo,  a este lado de la ventana, fumando y recordando, repasando mentalmente cada uno de los detalles. No puedo fallar.