jueves, 21 de junio de 2012

El mito y la furia (XX)




Al nombrar mi apellido me desconcertó un poco porque cuando  Don Augusto llegó al salón yo estaba dispuesto a presentarme educadamente y porque, para ser sincero, seguía concentrado en el retrato de graduación de Adán, intentando escudriñar qué diablos había detrás de esos ojos, apenas dos puntos brillantes camuflados por los párpados risueños.

De hecho, había iniciado el gesto de levantarme para verlo más de cerca y cuando entró su padre me quedé a medias, en una de esas posturas con la que uno es perfectamente consciente de no estar dando una imagen demasiado segura, que digamos.

Don Augusto ya es viejo, pero no ha perdido los reflejos porque se apercibió casi sin mirarme de que me había robado la mano y de que ahora era él quien iba a llevar la iniciativa en la conversación

- ¡Oh! No se  sorprenda, Maruja nos llamó para avisarnos de que usted vendría- volvió a decirme.

Finalmente decidí levantarme y acercarme hacia  él, junto a la ventana,  para saludarle como ordenan los cánones. Mientras lo hacía y le informaba sobre  mi nombre completo y mis datos personales, me di cuenta de la coincidencia de hábitos entre padre e hijo. “Algo significan las ventanas para esta familia”, pensé,  pero no pude tirar más hilo de la reflexión porque Don Augusto  volvió a sorprenderme con un nuevo golpe de efecto, que me hizo sospechar en que, seguramente, sería un rival  la mar de interesante con el que jugar al mus.  Me dijo que esperaba encontrarse con alguien un poco más joven, que prácticamente teníamos la misma edad, y que me apurase en explicarle qué es lo que quería porque en un par de horas retransmitían en directo una corrida de toros, la tercera de San Isidro, y no se la quería perder. Después, sin pausa de por medio, como quien hace un examen oral y pretende poner en aprietos al examinado, me preguntó:

- ¿Le gustan a usted los toros?

-La verdad es que no demasiado -respondí un tanto azorado- De todos modos, y disculpe si parezco impertinente, usted y yo, Don Augusto,  nos podemos llevar, tranquilamente, veinte años- afirmé.

- Veinte o los que sean, señor Lorente, veinte o los que sean, porque una vez que nos jubilan, qué importancia puede tener  ya la edad ¿No cree?. Tener sesenta y cinco, ochenta... Con esos años  ya lo tenemos todo dicho. Nos apartan a la vía muerta y a ver pasar la vida de los otros, deprisa, tan deprisa que ni siquiera nos damos cuenta de que en realidad ya no estamos aquí.

Al terminar la frase aspiró aire de la boquilla de plástico con fruición, como si acaparase el humo del último cigarrillo que hubiese en el mundo; la colocó entre el dedo índice y corazón y durante un par de segundos miró, entre decepcionado y desdeñoso, el extremo que imita la brasa encendida. Después, mordió   de nuevo la boquilla,  giró la cabeza hacia mí, y mirándome de abajo hacia arriba por encima de las gafas,  me dijo:

- José Tomás. Hoy  torea José Tomás, un fenómeno, un ejemplo a seguir. ¡Ese desprecio por la vida, esa chulería con la muerte!. Hombres con esos cojones, pocos, quedan muy pocos, créame.

- Yo tenía entendido que las corridas de toros se celebraban a las cinco de la tarde- le repliqué echándome a mí mismo un capote, porque no quería  ser maleducado, ni más impertinente de lo que ya lo había sido. Mi opinión sobre el matarife iluminado no coincidía demasiado con la suya y pensé que no era cuestión de desperdiciar ya para siempre, a las primeras de cambio, la oportunidad de saber más, o algo,  sobre Adán.

- Ya veo. Ni le gustan los toros ni le gusta la gente valiente. Claro, tiene su lógica.

Carraspeó, emitió algo parecido al inicio de una carcajada y tosió cavernosamente. Después se limpió la boca con un pañuelo y volvió a decirme:

- Ya que lo pregunta, ahora empiezan más tarde; han adaptado el horario a las necesidades de  la tele- me respondió sin mirarme.

Esa fue una constante en los preliminares a nuestra entrevista, porque mientras  permanecí de pie a su lado prácticamente en ningún momento dejó de mirar a través de la ventana. Con la respuesta de Don Augusto   llegó a la estación  un tren de cercanías en dirección Sur. Me fijé que miró el reloj de una manera mecánica, como repetida una y mil veces al cabo del día. Estiró el brazo para dejar la esfera libre de la manga, se bajó las gafas hasta la punta de la nariz, se acercó el reloj a los ojos  y  después asintió con suficiencia:

-Puntual, puntual  igual que la noche. Si no sale ahora mismo, se cruzará con el rápido de Portbou. ¿Ve?, lo que yo le he dicho, ya está ahí. Ese era el del estraperlo.  En esa época los vagones eran verdes, organizados en compartimentos. Cuando entrabas a uno de ellos olía a tabaco de picadura, que se pegaba a los asientos,  y a tortilla de patata, ¡ja!, y a aliento de monja. Ahora parecen autobuses y  deben oler  a sobaco. ¡Con ese tren hubo quien se hizo rico, querido Lorente, muy  rico!.

Efectivamente, un tren rápido irrumpió como un bólido por la otra vía  en un escándalo de pitos agudos. Llegar y pasar fue un santiamén. Algunos viajeros que se habían apeado del tren de cercanías  se taparon los ojos con el brazo o se pusieron de espaldas para resguardarse del violento rebufo. Cuando iba a decirle a Don Augusto alguna intrascendencia con la idea de intentar introducir una primera pregunta, entró su esposa al salón. Traía sobre una bandeja redonda de plástico decorada con flores  una cafetera, dos tazas blancas, un azucarero de porcelana y un platito con  galletitas surtidas, de las que jamás se sacan del armario a no ser que haya visita.

Al darse la vuelta para dejar la bandeja en la mesa vi su larga cabellera blanca, trenzada hasta más debajo de la cintura, igual a como solían peinarse las extintas indias americanas. Llamaba la atención porque las señoras a esa edad suelen recogerse el pelo con un moño, y porque el color brillante y la salud del cabello  de Doña Mercedes eran realmente prodigiosos. La decisión de peinarse así  parecía querer constatar que la trenza de su larga guedeja albina era el testimonio de su paso por la vida, o la voluntad de existir sin el mandato de las convenciones ni del qué dirán.

7 comentarios:

Ana Rodríguez Fischer dijo...

LEYÉNDOTE, me has devuelto un montón de sensaciones (literarias las más, aunque también depósitos de imágenes). Nos quedará, acaso, el consuelo de que no nos aparcarán así como así. No al menos mientras puedan seguir exprimiendo algo de nosotros... Abrazos fuertes!

Isabel Barceló Chico dijo...

Veo que se trata de una serie que lleva ya varios capítulos. Tendré que empezar por el principio. Un abrazo muy fuerte, querido amigo.

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ana
Más que el consuelo, es nuestra voluntad de seguir siendo. Prefiero pensar que somos como queremos ser por nosotros mismos. Creo que Adán se dio cuenta, un buen día, de que no podía seguir creyendo que era libre gracias a que le exprimían, y a que ese el precio a pagar. Es decir, una libertad condicionada y con precio

Un abrazo fuerte

Isabel, me elegro mucho de ver unas palabras tuyas nuevamente por aquí. Esta historia va creciendo poco a poco. Ya veremos a ver si soy capaz de sujetarla

Abrazos

Ana Rodríguez Fischer dijo...

Ya, los años, la diferencia.
Apenas fuerzas para otras ocsas, aunque los yayo-flautas, ejem, ejem...
Besos!

ESTER dijo...

Esto de comentar cada trozo de una historia que no se sabe cuándo ni cómo acabará es maltratar al lector que, como yo, querría llegar al final a mi paso, no al tuyo... pero de buen rollo...

Yo no conocí el tren del estraperlo pero sí el del economato...otros tiempos...

Doña Mercedes, !sí señora! el pelo blanco sin disfrazar y con mucha honra!

P.D.: La foto del torero me da asco...no soporto los toros.

Un beso, Ester

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ester
Ja, ja, ja... Me ha hecho mucha gracia eso de maltratar al lector. ¡Qué más quisiera yo que tener una historia completa que ofrecer! Pero ya lo ves.Doy para lo que doy: un apunte por aquí, la silueta de un personaje por allá, y un camino por recorrer. Yo agradezco infinito a quien se acerca a este blog a leer mis intentonas. Como soy de natural vago y muy inseguro, es el acicate que me anima a seguir. Seguramente debería dar un golpe en la mesa y hacerlo de otra manera, más convencionalmente, pero no me sale; me sale así, así es que hasta donde llegue, llegaré.

Un beso Ester, y gracias por la fidelidad y la constancia

El Pobrecito Hablador del Siglo XXI dijo...

Ariadna, enlaza este blog si te apetece. Yo, como ves, por patoso y desastre absoluto con esto de las TIC's, no referencio enlaces.
Muchas gracias por tu interés

Saludos