lunes, 10 de noviembre de 2008

Chismorreos


Creo que ha llegado el momento de confesar ciertas verdades. Hechos conocidísimos, por otra parte, pero de necesario relato, sobre todo en estos tiempos de chismorreo electrónico en los que a la wikipedia se le da el mismo crédito que a las porteras de los portales que habité.

Conocí a Josefina una tarde otoñal en el café El Parnasillo de Madrid. Corría el año 1826, más o menos. Le acompañaba su papá. Yo, a la sazón, empezaba a frecuentar algunos garitos de la noche madrileña y a hablar con artistas, escritores, intelectuales y políticos con los que podía desahogar mi inquietud poética y social. Podía hacerlo porque ya me ganaba mi sustento. Poco antes había dejado la casa de mis padres. Salí en desbandada de Valladolid, desmoralizado y hundido, después de saber que la mujer a la que amaba era la amante de mi padre.

Así es que, ya emancipado, roto el cordón umbilical, sin oficio conocido ni sueldo que llevarme a la boca, solicité el ingreso en el cuerpo de Inspección de Voluntarios Realistas. Todavía hay quien me lo echa en cara. Aquel era un antro de la peor ralea, nunca mejor dicho. En él, tras una mesa y enfundados mis brazos por sendos manguitos de charol, atendía, los lunes los miércoles y los sábados, de nueve a dos, a los asociados, miembros del cuerpo de vanguardia de los absolutistas más reaccionarios,redomados y radicales. Yo, todo un liberal romántico en ciernes. Pero había que comer, esa era la prioridad.

Josefina era una niña mona cuya principal gracia y cualidad a primera vista estribaba en un inusitado movimiento de caderas. Al caminar, balanceaba primorosamente, de un lado a otro, como no lo sabía hacer ninguna otra mujer, el aro del miriñaque. Josefina Wetoret y Velasco - Pepita - era, además, la mujer que mejor escondía los ojos tras las plumas de la pamela en los paseos de la Villa y Corte de Madrid. Pepita hacía gala de todo tipo de habilidades: en el palco del teatro, manejaba el abanico como nadie, y en la mesa del café ofrecía, generosamente, y a quien estuviese dispuesto a admirarlo, un escote blanco y voluptuoso, señalado en su teta izquierda por un precioso y estratégico lunar carmesí. Pepita era una joya; el mejor consuelo para un joven decepcionado por el amor, atravesado por Cupido, herido de muerte en el alma, que necesitaba, más que nunca y más que nadie, del cariño y del savoir faire de la hembra más deseada, en aquella década ominosa de infausto recuerdo que asoló España.

Durante semanas siempre encontré un hueco para presentar mis respetos a Pepita. En cuanto la veía asomar por la puerta, dejaba la política, la mesa, el chinchón y el cigarro, y corría a buscar una mesa en donde sentarnos a parte, en algún rincón tranquilo, al abrigo de miradas y chafarderos. Si no era en El Parnasillo, era en las cafeterías de los teatros madrileños, siempre en compañía de su padre. Porque, sinceramente, Pepita era una moza que volvía loco al más pintado y yo fui el afortunado que se ganó la confianza del progenitor, quien, nada más soltarla del brazo, corría a jugar su partida dejándonos a solas.
Aquella niña de su papá me sorbió por completo el sentido, y cuando digo el sentido sé lo que digo. Por ejemplo, su perfume. No sé dónde lo conseguía, quién se lo vendía, ni el nombre del maestro que lo destilaba. El caso es que durante decenas de noches, al dejarla de nuevo con su padre, el señor Wetoret, y ya en la miseria gris de mi habitación, me veía obligado a someterme a mi mismo, sin freno ni descanso, al peor de los pecados en la soledad de mi mano habilidosa, porque cometía la imprudencia, cada noche, de oler de nuevo su aroma en un pañuelo rosado que dejó una tarde, presuntamente olvidado, sobre el asiento que en una de nuestras citas ocupó. Era entonces cuando, dentro de mi imaginación libidinosa, se agolpaban a una vez, en torrente tortuoso, el escote y su lunar, los ojos pintados de negro, al estilo de París; la suavidad de la piel de los brazos que, fugazmente, a veces, me dejaba acariciar; los labios carnosos, rojos, pronunciados, de dibujo perfecto, incapaces de pronunciar una frase medianamente inteligente, por entre los cuales se deslizaban los quejidos más eróticos y sugerentes que ninguna dama fuese capaz de emitir. Ya fuese para pedir otra copa, ya fuese para quejarse del calor, para alabar la frondosidad de mis patillas, o ya fuese para anunciar que ya era hora de irse a casa, Pepita Wetoret siempre gemía y gemía como nadie gemía en España, y esa promesa de suspiro carnal me la llevaba puesta en la memoria, y la rememoraba a solas en las largas, frías y húmedas noches anteriores a nuestra boda.

Porque la boda llegó. Ya han pasado la friolera de 179 años. 3 vidas enteras. (El año próximo debería celebrar las bodas de algo). Si he de ser sincero, y por qué no iba a serlo, maldita sea la hora en que se celebró aquella boda. Más allá de tres buenos revolcones – estoy convencido de que no había en toda la capital del reino, bajo las sábanas, una mujer más sabia - en los que despaché el deseo de un año de promesas perfumadas, y más allá de los tres hijos que me dio, y que crecieron huérfanos de padre, nada de todo aquello valió la pena. Yo no era hombre para Pepita Wetoret. Yo era un hombre para el mundo, un hombre enfrentado al destino. Un hombre que quería dejar huella. ¡Y una gran mierda!. Fui, al final y en definitva, un hombre patético que terminó patéticamente sus patéticos días, contemplándose ante el espejo en el único acto que me haría realmente inmortal, un estúpido y estéril disparo en la sien!. Segundos antes, Dolores, mi Dolores, me tiró a la cara todas sus cartas y cerró el portazo que propició mi estúpida venganza. No lo recuerdo bien, pero creo que al oír el disparo no volvió. Oiría también el estruendo de mi cuerpo al caer, pero no volvió. Dolores no volvió a entrar, no subió las escaleras, no vio las cartas que me devolvió, esparcidas por el suelo, ni el reguero de mi sangre serpenteando entre ellas. Si alguno de los chismosos que corrían en aquellos días, por Vergara y aledaños , o alguna portera de la Calle Santa Clara, o alguna puta del Campo del Moro ha vuelto a la vida (no tengo por qué ser el único) y sabe algo, por favor, que me informe. Ya no sé dónde buscar y necesito saber.

Vuelvo Mañana

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