domingo, 9 de marzo de 2008

El Emule y la vida

A veces la tecnología va por delante de la vida y, no sólo nos la hace más sencilla, sino que, además, nos permite metáforas insólitas, más o menos fáciles. Ayer mismo, sin ir más lejos, hacía uso del multitudinario programa de descargas Emule, que no deja de ser una moderna lámpara de Aladino: frotas el ratón y al momento tienes lo que deseas, sin límite de peticiones, constantemente. A los legos y los analfabetos tecnológicos como yo no deja de sorprendernos y nunca llegaremos a entender el mágico mecanismo o procedimiento a través del cual podemos acceder, en unos pocos minutos, a nuestra música favorita, a la mejor de las películas o a cualquier otro producto que sea susceptible de ser digitalizado. Nos sentimos como la abuela de un buen amigo mío que, según me explicó una vez, cuando coincidía en el comedor, a la hora de la comida, con el televisor encendido, se retiraba a la cocina porque le daba vergüenza que “ese señor de ahí dentro me vea sorber la sopa”.

Ayer mismo le explicaba a este amigo, que entiende un poco más que yo los misterios “del” Internet, lo contento que me sentía porque me había descargado la película “Nosferatu” de Murnau. Él hizo que me olvidase enseguida de la película y consiguió que me sumiese durante la noche en una reflexión que parecerá un tanto rara. Mi amigo me dijo que cuando haces doble clic con el ratón sobre el archivo que uno se quiere descargar, el computador reserva, al instante, el espacio que ese archivo necesita para poder residir sin problemas en la máquina. ¡Sorprendente! Y mi sorpresa no es tecnológica, porque aunque es verdad que soy de los que todavía se admiran de que en mi teléfono, de repente, aparezca una foto que alguien me ha enviado a miles de kilómetros de distancia, uno ya se espera cualquier cosa. Lo que en realidad me sorprende, lo que me ha dejado despierto durante toda la noche es que el Emule pueda funcionar de la misma manera que funciona la vida. No sé si sus creadores fueron conscientes de ello pero, en cualquier caso, calcaron a la perfección el mecanismo por el que nos movemos cotidianamente.

Sigo cuerdo, o eso creo. No es que la falta de sueño me haya nublado el entendimiento. Es que si en el momento de comprar un piso, al entrar en las habitaciones todavía vacías, uno planea la mejor manera de distribuir el mobiliario, en realidad está reservando espacios. O si decidimos, en el momento que lo hacemos, estudiar una carrera universitaria, en realidad estamos reservándonos cinco años en los que ir instalando pacientemente nuevos conocimientos, quién sabe si nuevas frustraciones, y nuestro futuro. Y si encontramos el amor, si nos enamoramos, si nos decidimos a decirle a alguien que le queremos, en realidad estamos reservando espacios de encuentros que nos verán besarnos, o besos que nos daremos y lágrimas que lloraremos… Quiero decir que todas las expectativas que hacen que nuestras existencias caminen hacia adelante exigen, necesitan, por defecto -como diría mi amigo- que reservemos un espacio.


Ya casi agotado, de madrugada, me dio por pensar que en realidad las coincidencia entre el Emule y la vida no eran realmente lo importante. Lo realmente trascendente es saber quién cumple mejor nuestras expectativas, si el discurrir de la vida o el famoso programa de descargas gratuitas. Y se lleva la palma Emule. Algo siempre cae: si no es la película deseada, uno tiene un poco de porno, que en estos tiempos que corren no viene nada mal. Además, siempre hay más de una opción y siempre podemos cancelar, eliminar y volver a intentarlo. Pocas veces la vida ofrece dos oportunidades y cuando disponemos de ellas las aprovechamos, no sin arrastrar una buena carga de frustración y cierto miedo al fracaso. Y la diferencia más notable: los espacios reservados en nuestras vidas siempre dejan huella, siempre requieren que renunciemos a algo -porque es del todo imposible tenerlo todo- y nunca son gratis. Yo que soy un romántico optimista compulsivo (cosas raras viereis) llegué anoche a la conclusión de que el único espacio que la vida nos reserva por defecto es el de la muerte. Está feo que yo lo diga, porque cometí el pecado de la soberbia al decidir el día, la hora y el modo de cómo acabar con la mía. Quizá es que la inmortalidad me ha convertido en un vanidoso, porque la ventaja que yo tengo sobre cualquier mortal es que me sobra espacio de disco, por mucho tiempo. Otro día hablamos de la memoria RAM.

Vuelvo mañana

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