martes, 15 de enero de 2008

Berzas en el día de la puesta de largo

Si alguien les explicase que allá por los años cuarenta, a la montañas perdidas de León, un buen día llegó la comitiva del gobernador civil conduciendo ruidosos jeeps y que los lugareños, espantados ante la visión de los vehículos, corrieron a esconderse aterrados de miedo y que, después, una vez seguros de que aquellos “bichos” no atacaban, los mismos aldeanos se acercaron a ellos con sumo respeto y colocaron cuidadosamente bajo los parachoques de los “bichos” brazadas de hierba recién segada para que comiesen, seguro que no lo creerían. “¡¡En España y en esos años eso no ha podido pasar!!” inquiriría más de uno. “¡¡Miseria e ignorancia sí que hubo, pero hasta ese punto es imposible!!” dirían otros.

A mi me lo ha explicado Antonio Bayo, más conocido com “El Ruso”, a través de las páginas que Ramiro Pinilla escribió allá por los años 70, después de escuchar durante días el relato de su vida con el que escribió la novela que la Editorial Tusquets ha reeditado. Y le creo.
El Ruso ya no vive. Murió a consecuencia de las heridas que le produjo la navaja de su cuñado después de una estúpida reyerta por un quítame allá esas pajas, cuando, por fin, vivía una vida más o menos digna. El Ruso ahora hubiese cumplido 70 años y cualquier incrédulo podría ir y preguntarle cómo se vivía entre los años 1940 y 1970 en La Baña, (una aldea de la leonesa Sierra de la Cabrera Baja), el lugar donde se crió; podría preguntarle cómo el cura se follaba a su madre a cambio de 2 berzas con las que poder comer ella y sus dos hijos durante una semana; o cómo era capaz de aguantar temperaturas de hasta 20 grados bajo cero dentro de una cueva y alimentarse a base de lagartos y truchas crudas durante días y días. Cómo consiguió curarse él solo la herida que le produjo una balazo de la Guardia Civil, consiéndose el agujero con una aguja de zurcir sacos. Cómo aguantó y sobrevivió meses y meses pudriéndose sobre sus propios excrementos, atado a una camilla de hierro en los sótanos de un manicomio regentado por frailes. Cómo resisitió las brutales palizas que le propinaba la Benemérita, semanas completas de espantosas torturas con baño de petróleo sobre la espalda i posterior cerilla incluida, para después caminar, sin más calzado que la piel de sus pies, durante más de 60 kilómetros hasta la Audiencia provincial.

Seguramente Antonio Bayo le respondería un “no sé, había que aguantar, había que vivir” y después les explicaría que él era el rey de la montaña, el amo y señor absoluto en La Favenzia y en el lago Lobico fueron, su reino, el lugar donde permanecía escondido durante meses a causa de las denuncias de los vecinos y de los tricornios; el lugar en donde conoció a Pedro el Maquis, o en donde era capaz de pescar dos docenas de truchas en poco menos de una hora, robarle las presas a las águilas en su mismo nido, cazar corzos, amaestrar y convivir con gatos monteses, almacenar en su cueva, su refugio, el botín de los robos que perpretaba por la noche en La Baña para poder comer . Entre hayas, castaños y todo tipo de bestias salvajes, como un famélico tarzán de la postguerra española, El Ruso gritaba su grito de libertad y su hambre en los montes leoneses de la Sierra de la Cabrera.

Hay en El Ruso algo que se entrevé pero que nunca se hace explícito, una carencia que va más allá del puro hambre: la falta del calor de la madre, la búsqueda constante del abrazo, del cariño imposible, de unos minutos de tregua que la miseria extrema jamás va a permitir, y eso es lo que ata al Ruso a La Baña: la esperanza de conseguir una vida digna en el entorno que considera suyo y que nunca disfrutará porque muy pronto la carcel entra su vida o, mejor, al revés, porque su vida entra en la cárcel.

Esta es una novela social, literatura que ya no se escribe, que ya no se hace. Es una novela de la realidad (no sé si realista), sin concesiones. El artificio aquí no tiene cabida. La palabra es exacta y la narración corre, vuela, a través del diálogo. De hecho es el mismo Ruso quien explica su historia en primera persona porque esa historia tiene que tener, por fuerza, su voz.

Antonio B. El Ruso, ciudadano de tercera” es la novela de una España que existió, el testimonio singular que bien podría erigirse en representación de decenas de miles de vidas que vivieron una vida semejante en otros lugares del país; gentes que resistieron y sobrevivieron al hambre extremo, a la humillación, a la miseria y que años después, como auténticos superhombres, como heroinas, fueron capaces de organizar una familia, educar a sus hijos y hacer de este ingrato pais un lugar mejor, aunque ya pocos quieran acordarse.

Es por eso que la reedición de esta novela por parte de la editorial Tusquets me ha parecido una idea excelente y se me ocurre, que en el mismo pais y en la misma época, mientras una madre se dejaba follar por un cura de aldea para conseguir dos berzas con las que alimentar a sus hijos, otras mujeres celebraban su puesta de largo en los salones del ensanche Barcelonés, tal y como narra Esther Tusquets en “Habíamos ganado la guerra”, su último libro, publicado por Bruguera.

Enfrentar las dos novelas - dos historias publicadas casi al unísono - que hablan de una misma época y en el mismo pais, nos obliga a mirar hoy, en nuestra aldea global, hacia el Sur, en donde el presente de cada día se está haciendo de seres humanos que se mueren de hambre, de pura injusticia. Mientras, yo me entretengo aquí, escribiendo mi blog, y cuando acabo salgo a pasear enfundado en mi largo abrigo con el que me protejo de este invierno que no enfría.

Vuelvo mañana

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